El médico de Lomas de Zamora que dio la batalla final por la vida de Perón: «La muerte nos iguala a todos»

Carlos Alberto Seara nació en el primer piso de una casa de la avenida Meeks, el mismo año que el peronismo. A los 29 años, le tocó estar al lado del general en los últimos seis meses de su vida. Y tomó una decisión en aquellos minutos finales.

Lunes otra vez, las 13.12 o las 13.13, día feo, frío, de lluvia, en el primer piso de la residencia presidencial de Olivos (en una de esas habitaciones que no son nada y se les dice un vestíbulo). Liquidado, bañado en transpiración después de un martirio obligatorio y en gran medida inútil de casi tres horas, al doctor Carlos Seara, de 29 años, le toca tomar la decisión y transmitirla. Dejar descansar por fin a Juan Domingo Perón. Acercarse a la viuda y decirle: «Ya está esto, señora. Se terminó«.

Anotaron oficialmente las 13.15. El efecto memorable, o «memorizable», para las muertes de los personajes de esta escala, como en el paso a la inmortalidad de Evita, cuando las 20.25 habían sido las 20.22, o las 20.23.

Habían hecho de todo y más con ese hombre de 78 años vestido solo con unos calzoncillos. Canalizarlo, la respiración boca a boca, los masajes cardíacos por turnos. La reacción de la pupila marcaba si por el momento la historia seguía con un hombre vivo o con un hombre muerto. Mientras respondió hubo algo para hacer, pero dejó de responder. Entonces el hombre que había cambiado un siglo era un cuerpo tirado en el piso, donde había ocurrido la batalla por la reanimación.

«Como si lo hubiera atropellado una bicicleta, no sé», se le ocurre al médico que estuvo ahí, que dijo «suficiente», y tuvo el alivio de que los otros médicos que estaban con él validaran la decisión con la caida fatal de párpados de los quirófanos.

Cincuenta años y unos días después nos atiende en el comedor de su departamento de barrio con alcurnia en CABA. Acá vive hace 40 años, pero nunca dejó de ser el vecino y el médico de Lomas de Zamora, su origen. Nació en el primer piso de Meeks 125 y entre sus primeros recuerdos están sus travesías de menos de 50 metros hasta el precipio del foso de la construcción del cine Gran Lomas, sede de la crianza emocional de generaciones de lomenses, luego shopping, luego, y hasta hoy, el bingo. El protagonista de esta historia llegó al mundo en el mismo año que el peronismo, en 1945, y esto era «en 1949, 1950».

Lo que habrá sido la profundidad de ese pozo a la edad donde todo nos parece exageradamente grande.

La mamá le puso «Abrojo» por el personaje de una historieta de temática campestre; a él todavía le gusta «Abrojo», que le digan así, en confianza, aunque está claro que él es el doctor Carlos Seara, uno de los impulsores de la cardiología infantil en la Argentina. El médico que compartió con una intensidad inesperada los últimos seis meses exactos del líder irrepetible.

Meeks 125 era, en realidad, la casa de los abuelos. Con sus padres vivió primero en Cerrito al 400 y después en Riobamba 127. Fue a la escuela 13, a la 36, y al Normal de Banfield. Al Nacional de Adrogué, a la secundaria. Cuenta con detalle la historia de su abuelo comisario en La Pampa, de su abuela que hizo una sociedad con los hermanos para comprar propiedades en el centro de Lomas, sobre Boedo. Después fueron locales para cimentar la solidez económica.

Sin antecedentes familiares en el rubro, la vocación por ser médico apareció cuando estaba en tercer grado de la escuela primaria: «Se mantuvo y nunca tuve dudas». Durante el último año de la secundaria hizo el curso de ingreso a Medicina en la Universidad de Buenos Aires. Estaba tan decidido que por temor a fallar, también viajaba a La Plata, para hacer el intento en la universidad de la capital bonaerense. Finalmente entró a la UBA y a los 17 años ya estaba haciendo la carrera.

Como médico se enfocó en desarrollar el cardiología infantil. A los 25 escribió una carta al hospital John Hopkins, de Baltimore, en Estados Unidos, autoridad en la materia. Lo aceptaron y viajó. De vuelta en Buenos Aires desarrolló la disciplina en el Hospital Italiano. Lomas siempre estaba, y hacía una visita semanal al Gandulfo para atender a chicos con cardiopatías congénitas. En su paso por la ex Casa Cuna conoció a su esposa, Lila, médica pediatra. Enviudó de ella en 2023.

Y esa podría haber sido la historia resumida de un médico destacado, pero un día de noviembre de 1973 el joven doctor Seara estaba trabajando en el hospital cuando sonó el teléfono. Era su mamá, que le dijo: «Llamó el doctor Liotta, para que lo llames». Domingo Liotta, eminente cardiocirujano que falleció en 2022, era en ese momento el secretario de Salud de la Nación. Seara se comunicó con él y recibió una propuesta abierta a pocas opciones. Se había decidido organizar una guardia médica fija para el presidente de la Nación y lo estaban llamando para integrarse.

«Al dia siguiente tenía que ir a un congreso a Mar del Plata, a presentar dos trabajos de cardiología infantil, muy importantes. Entonces dije que cumplía con eso y empezaba. Fui y vine de Mar del Plata con el Fiat 600 blanco que tenía en ese momento y después usaaba para ir y volver de Lomas a Olivos», cuenta.

Para él fue de lo más lógico que lo hubieran convocado. Tenía 28 años, era muy joven, pero había pasado por el mejor hospital del mundo en su especialidad y en el Hospital Italiano formaba parte de un equipo de vanguardia.

«Para esa época yo era de otro planeta, también… hacer todo lo que yo hice eran cosas en las que la mayor parte de la gente fracasa. No fue extraño que me llamaran para ser médico de Perón. Yo era todopoderoso, a esa edad uno es omnipotente. Así que hasta casi que lo vi como natural, no había mucha gente preparada como estaba yo«, dice.

La frágil salud del General

El contexto era el siguiente: Perón, de regreso en la Presidencia, en tiempos de alta tensión política y al frente de un movimiento con sectores enfrentados, había sufrido una crisis pulmonar que casi lo saca de carrera. Había tenido el primero de sus infartos en noviembre de 1972, atribuido al estrés por su primer viaje de retorno a la Argentina. Pero el 21 de noviembre de 1973 su vida estuvo realmente en peligro. Sufrió un edema agudo de pulmón en su casa de Gaspar Campos 1065, en Vicente López. Eran las 2 de la mañana y se despertó sin poder respirar. A uno de los custodios se le ocurrió ir a buscar a un médico vecino del barrio, Julio Luqui Lagleyze, que le aplicó aminofilina y le practicó el procedimiento llamado «ligadura de miembros». Más, tarde, en un patrullero, llegó el doctor Pedro Cossio, que detuvo el episodio.

Este hecho produjo que la resistencia del entorno más íntimo compuesto por su esposa Isabel y el secretario José López Rega por fin fuera vencida por la insistencia de los médicos de cabecera del presidente, Jorge Alberto Taiana y Pedro Cossio. Perón debía tener una guardia permanente «allí donde estuviera». La organizaron por turnos y en dúos. A Seara le tocó con su par Arturo Cagide.

¿Dónde estaba instalada la guardia? En la casa del fondo del chalet de Gaspar Campos. Las dos casas estaban separadas por un muro que tenía una puerta. En los primeros tiempos los médicos no vieron a Perón. Es más, dudaban que el presidente supiera que ellos estaban ahí todo el tiempo. Hasta que llegó el 1 de enero de 1974, el primer día del último año del general, el día que Seara por fin lo conoció.

Carlos Seara y su compañero de guardia Arturo Cagide, en la residencia presidencial.

«Yo estaba mirando desde un ventanal del primer piso, veo que se abre la puerta y aparecen López Rega y Perón. Creo que ahí le habrán dicho que tenía a los médicos. Y eso le dio tranquilidad». Perón se sentó a desayunar con ellos. Seara recuerda que él le dijo que por su salud era mejor que tomara té en lugar de café, y que Perón quiso preparle unas tostadas con mermelada. «Nos quedamos hablando de cosas sin importancia», recuerda Seara. En su libro Perón, testimonios médicos y vivencias, que publicó en 2006 junto a su colega Pedro Ramón Cossio (hijo de Pedro Cossio), cuenta que en un momento el presidente notó que había una persiana trabada y entre los dos, a la par, como si se conocieran desde siempre, empezaron a tironear para tratara de arreglarla.

La tostada, la persiana, situaciones cotidianas, que anticiparon un vínculo que tantos años después a Seara aún lo sorprende, aunque le encuentra algunas explicaciones.

«Perón tenía mil caras. Conmigo hablaba mucha veces, era sumamente amable, sumamente simpático. Él sabía que si las papas quemaban iba a estar en nuestras manos. Pero había otra cosa. El medio social que lo rodeaba a él era un medio de suboficiales y policías. Y de pronto aparecen unos médicos, que hablaban distinto, y se dio cuenta de que se podia hablar de otra manera con nosotros».

Entonces a él lo trataba muy bien porque consideraba al equipo de médicos como una especie de «aristocracia», pero con otros el general Perón era una persona distante, con fobia al contacto físico. «Prácticamente hablaba con muy poca gente, y no tenía ningún tipo de cercanía física y afectiva con nadie, ni aún con Isabel, ni con López Rega, que estaba muy cerca de él (por propia iniciativa, no porque Perón lo llamara). Creo que fue muy comentado el hecho de que López Rega manejaba las riendas del poder tras bambalinas. A mí no me pareció, yo pienso que finalmente Perón era el que lo ejercía, pero a costa de su salud», reseñó en su libro.

Perón se mudó de Gaspar Campos a la residencia de Olivos y Seara compartió varias caminatas por el parque con el general veterano. Lo soprendía que le hablara con confianza de la política nacional. Otras veces la conversación giraba hacia los lideres mundiales de la época, como el francés Charles De Gaulle o el anticolonislista congoleño Patrice Lumumba.

«No era muy entusiasta con ellos; en realidad él tenía un elevadísimo concepto de sí mismo, se sentía muy seguro. Tenía como rasgo ser un poco inescrupuloso. Si uno no le caía, decía: ‘sáquenlo'».

Perón a Paraguay: el viaje que no debió haber sido

Seara fue el único integrante de la guardia permanente de Perón que lo acompañó a su últino viaje, a Paraguay, donde se encontró con el dictador Alfredo Stroessner. Fue menos de un mes antes de su muerte. En su libro narró los interrogantes que lo asaltaron sobre los riesgos del periplo al que iba a someterse un hombre con su salud al límite.

Cuenta al detalle cómo fue la sucesión de hechos a lo largo de aquel 6 de junio de 1974, el del viaje que Perón no debió haber hecho. La comitiva llegó al aeropuerto de Formosa, donde hacía mucho frío y lloviznaba. Perón estuvo expuesto casi media hora, porque debió pasar revista a las tropas. “De allí, para mi sorpresa, subimos en dos helicópteros. En uno iban Perón y algunos miembros de la comitiva, como López Rega, y en otro íbamos el doctor Cossio, algunos miembros de la custodia y yo. Los helicópteros eran buenos pero se filtraba mucho el frío”, cuenta Seara.

Los helicópteros aterrizaron en Puerto Pilcomayo, donde, en la base de la Armada, Perón tuvo que cumplir otra vez el protocolo. Allí embarcaron en el barreminas Neuquén, para el tramo final. Durante esa navegación de una hora, el médico de guardia de Perón presenció unas escenas que guardó para siempre. En el talud de la ribera del río Paraguay, una verdadera masa humana esperaba al General argentino.

«Las barrancas eran tribunas naturales llenas de gente. Eran 3 o 4 kilometros así. Él iba saludando, desde el puente del barco. Yo le dije: «Qué experiencia, general, ¿no? Él estaba muy emocionado».

Seara, mirando el saludo de Perón a Carlos Reutemann, en el autódromo de Buenos Aires

Seara cree que si Perón no hubiera vuelto a ser presidente habría vivido algún tiempo más. No mucho, pero «uno o dos años más«. El paciente sabía que su vida se terminaba y los médicos de guardia eran conscientes de que en algún momento cercano iba a llegar el episodio crítico.

Y llegó.

Si hubiese sido otra persona, el paciente habría vivido tres horas menos. Pero era Juan Domingo Perón. Entre monitores, maniobras desesperadas y promesas delirantes pared por medio, los médicos cargaban con ese peso.

La decisión final: «Me parece que tenemos que terminar aquí»

Las últimas horas del general transcurrieron en el vestíbulo del primer piso de la residencia de Olivos. Primero en una cama ortopédica que habían llevado pocas horas antes del desenlace. Finalmente, en el piso, donde los médicos intentaron sacar adelante a un paciente con pronóstico irreversible.

A Seara y su colega Cagide les tocó la guardia del domingo 30 de junio. Dos días antes el médico lomense había canalizado al presidente después de un ahogo. Perón había mejorado, pero solo por unas horas. Estaba todo dicho.

El General le había traspasado el mando formal del país a su esposa y vicepresidenta Isabel y aunque hasta esas horas el gobierno buscaba transmitir un clima de relativa «normalidad», un parte firmado por los médicos de cabecera empezó a hacerle entender a la población que debía estar preparada para lo peor.

Aquel 30 de junio los médicos de la guardia se encerraron en la habitación del Presidente, donde habían instalado un equipo de monitoreo a distancia. Cada tanto entraban Isabel y José López Rega. El 1 de julio de 1974 amaneció frío, lluvioso, feo. «El clima parecía presagiar los funestos acontecimientos«, escribió más de 30 años después el doctor Seara en su libro. Esa mañana llegaron para la guardia Raúl Cermesoni y Ángel Scandroglio. Pero los demás se quedaron.

A las 10.20 empezó a llegar el final. Los monitores mostraban un fibrilación ventricular seguida de un paro. La enfermera Norma Baylo llamó deseseperada. «Esto se acabó», le había dicho Perón.

Los médicos bajaron al paciente de la cama y lo pusieron en el piso, para facilitar las maniobras. De la respiración boca a boca pasaron al masaje cardíaco. Ocho personas se turnaban cada dos o tres minutos, para no cansarse. Lo intubaron. Empezaron a llegar los médicos principales. Le aplicaron shocks con el desfibrilador. No daba resultado. Le colocaron un catéter. Se hacía todo los que se podía hacer. Perón ya no estaba consciente, pero una pupila respondía a la luz. La vida por el momento seguía ahí.

Con un catéter electrodo lograron una reacción. Se activó el ventrículo, se abrió una esperanza. En ese momento López Rega lo llamó a Seara. Quería hablarle.

Lo que escuchó en una habitación aparte era inconcecible. «Si lo sacás, te hago conde«, le prometió el lministro. Seara, que no tenía ningún interés en formar parte dede ninguna nobleza real o de ficción, le dijo que las situación estaba muy complicada. Pero que igual le agradecía.

Las maniobras siguieron solo porque era Perón. Seara desmiente la versión que cuenta que López Rega agarró a su jefe de los tobillos y lo empezó a sacudir gritando plegarias. Alguien quemaba inciensos, eso sí es verdad, pero en otras habitaciones.

La pupila de Perón ya no respondía.

Y así, según lo cuenta en su libro el doctor Seara, fueron los momentos finales de Perón:

«A las 13.10, o entre 13.10 y 13.12, yo me levanté para decidir entre todos. No había mucho que decir. Transpirado, y en mangas de camisa, mi aspecto era deplorable. La escena era impresionante y, con tanto tiempo en tareas de reanimación, lo que reinaba era un desorden de gasas, catéteres, etc. Me incorporé y les dije: ‘Me parece que tenemos que terminar aquí, ya no va más, llevamos tres horas.’ Era tan obvio… Recuerdo que sentí un cierto alivio por el consenso general al respecto…».

Para la formalidad Perón murió a las 13.15 de aquel 1 de julio de 1974.

«Por unos quince minutos, nos invadió a todos un estado de parálisis y de estupor. No es sencillo dejar de hacer reanimación, aunque uno de antemano sepa que ésta no va a ser útil; pero nos levantamos todos, nos paramos en silencio y observamos ahí, exangüe, despojado, al ya otrora todopoderoso hombre de la Argentina, que había dominado casi por 40 años, incluso desde el exilio, el panorama político de nuestro país. La muerte nos iguala a todos«, escribió Seara.

Cuando llegó el personal de la cochería, no se animó a tocar al fallecido. Isabel descartó un atuendo de gala y decidió que vistieran a su esposo con el unifome militar común, el verde. Lo fueron a buscar a un armario y el propio Seara ayudo a ponérselo.

El hombre al que 28 años años antes las multitudes habían sacado de la cárcel para dar vuelta su futuro. El militar que a la par de Eva Perón les asignó derechos postergados y los elevó como sujetos políticos. Al que sus opositores de las fuerzas, apuntalados por civiles, quisieron matar bombardeando la Plaza de Mayo. El que pasó a «tirano prófugo», el que se fue y volvió y buscó hacer equilibrio en una Argentina con desorden económico, tensión y violencia, y a la vez entera y con muchas ilusiones. A ese hombre empezaron a velarlo aquel 1 de julio de 1974, a las siete de la tarde, en la planta baja de la residencia de Olivos.

Carlos Seara, de regreso en la residencia de Olivos, en 2023.

Y a ese mismo lugar volvió el doctor Seara casi 50 años después, en diciembre de 2023. Al enterarse se de su historia, el entonces presidente Alberto Fernández quiso conocerlo y lo invitó a la residencia. Al primer piso lo encontró reformado. «Más o menos fue por acá», guiaba a sus acompañantes en la recorrida, tratando de ubicar el punto exacto de la batalla médica final por la vida del General.

Uno de sus hijos, Mariano, trabaja en la producción de una docuserie sobre la experiencia de su padre, y les permitieron filmar en la residencia presidencial. Pero la escena de la muerte se recreó en el Sur, en Villa Grampa, una casona famosa de Temperley. El estreno de la película está previsto para 2025.

El médico se compara en un punto con Perón. «Él tenía planeada toda su vida: supo de entrada lo que quería hacer. Yo también: tuve todo planeado y se cumplió». Eses es su balance cerca de cumplir los 80

– ¿Y si tuviera que definir con una palabra qué sintió por su paciente ilustre tantos años depués? ¿Cuál elegiría?
– Respeto. Lo recuerdo así. Cariño no podría decir. Cariño por el paciente, podría ser. Agradecimiento, sin dudas, por lo que nos permitió vivir como experiencia social y humana. Agradecimiento por eso.

17-10-2024
LT

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