Un «picado» en La Yaya

Crónica de una mañana con los chicos del comedor comunitario del barrio La Yaya, en Guernica. Un partido de fútbol después del desayuno y antes de ir a la escuela, en un lugar donde los pibes intentan zafar de la violencia y el paco, síntomas de la pobreza extrema y el abandono.

La primera sensación al ingresar a la casa en el barrio La Yaya, en Guernica, que hace las veces de comedor comunitario para una veintena de niños y jóvenes de entre 5 y 20 años, es la humedad que se respira no bien se atraviesa la cortina atada a unos clavos que sirve de puerta.

La cal blanca con que alguna vez fueron pintados los muros permite adivinar la disposición de los ladrillos. El piso es de cemento, apenas más oscuro que el gris del cielo esa mañana. A la derecha de la puerta, un tablón de madera forrado con un mantel de plástico, de esos con motivos infantiles que suelen usarse en cumpleaños. Algunos vasitos de plástico transparente vacíos con la aureola del fondo dibujada en leche y trozos de pan con mermelada de durazno mordisqueados. A la izquierda, una cocina, algunas cacerolas y el frasco de dulce sobre la mesada.

“Peque”, un pibe de 6 años con tres dientes invisibles por salir, corre de un empujón la cortina de la puerta, entra a la casa y se sumerge en la oscuridad de uno de los dos cuartos que tienen ingreso desde el comedor. Sale de allí con una pelota verde fluorescente y gritando: “Dele ‘Profe’, vamos a jugar”. El “Profe” asiente, atraviesa la salida del cuarto mientras los niños le preguntan si van a jugar por una gaseosa, se sube al auto y hace una cuadra hasta el campito en que cada martes y jueves luego del desayuno estos niños imaginan ser Lionel Messi o Juan Román Riquelme.

Hace más de ocho meses que realizan, dos veces por semana, esta rutina. Algunas mañanas son más difíciles que otras a causa del frío y la lluvia en invierno, el agobiante calor en verano. Pero, ¿desde cuándo condiciones climáticas adversas han sido motivo para suspender el esperado picado? Siquiera las otras condiciones, las de un porvenir difícil, lo han sido.

Los pequeños van a los empujones, decidiendo sobre el polvoriento camino quién jugará con quién y qué camisetas usará cada equipo. Uno de ellos lleva la bolsa transparente con las “casacas”, unas blancas y otras rojas, que el “Profe” les consiguió por una donación de origen alemán. “Tengo un montón en casa, pero se las voy trayendo poco a poco porque si les doy todo junto después piden el auto”, bromea al tiempo que se calza una de las blancas con manchas de barro y el número verde en la espalda.

A punto de iniciar el picado, el “Profe” advierte una silueta a la distancia. “Es ‘Kiwi’”, grita uno de los pibes de rojo. “Kiwi” es un joven de 20 años, morocho, de estatura media, pelo negro y nariz aguileña. Viste unos jeans localizados arremangados, una camisa a rayas algo desgastada, una camperita “rompeviento” roja y una gorrita haciendo juego.

Ya desde lejos se lo veía renguear, pero ahora de cerca es notoria la hinchazón del tobillo. “Se me cayó el caballo encima el domingo y me hizo mierda”, arguye mientras levanta aún más la botamanga de sus pantalones para mostrar la herida. “Estoy tomando medicamento para que se me cure”, afirma. El “Profe”, que se había acercado a saludarlo, le pregunta si está “limpio”, y rápido “Kiwi” contesta que sí: “Me dijo la doctora que si le daba, no me curo más”.

“Kiwi” está “limpio” porque hace tres días no consume paco. ¿Cómo consigue el dinero para hacerse de la droga? Sí, roba: celulares y reproductores de audio a “chetitos de esos con los pelitos locos”. Algunos de los chicos que están cerca escuchan la conversación, pero ninguno pregunta nada.

Ahora sí, arranca el partido. Los pibes se cuelgan al “Profe” para intentar detenerlo, pero el rubio no se detiene y avanza a carcajadas, arrastrándolos por la tierra, ensuciando y rompiendo ropa ya sucia y rota. “Los pibes terminan robando y drogándose porque la familia no les da bola o los tratan mal. Si viene alguien y los trata bien, ellos se prenden enseguida”, admite no sin cierto dejo de lamento. Mientras el partido transcurre, autos “caros” salen del barrio privado que linda con el potrero.

En el minuto 46 del complemento, el libero “Morci”, de apenas 7 años y con más agujeros en sus “llantas” de lona que “Peque” en sus encías, despeja una pelota que parecía tener destino de gol. Al borde del área del arco defendido, su compañero “Pitu” toma el balón y mete un cambio de frente que el mismísimo Sebastián Verón envidiaría. Abierto como wing izquierdo, Federico recibe y encara, elude a uno, a dos y finalmente aprovecha la distracción de los dos centrales contrarios, pequeños hermanos sumergidos en una pelea por quién es el más “capo” para meterse en el área rival. Cara a cara con “Pipi”, el arquerito de los rojos, Federico amaga a patear, se acomoda nuevamente y finalmente patea, convirtiendo el ansiado empate para los rojos, que festejan abrazando al goleador.

Aproximadamente dos horas después, el picado termina con algunos empujones, demandas de gaseosa, pero todos contentos. Es hora de ir al colegio, en realidad primero al comedor, a almorzar. El cielo aún está gris, la sensación es aún húmeda. El “Profe” ve a los chicos alejarse calle abajo. Antes de subir al auto, piensa: “Nadie les da bola porque la pobreza ya no vende”.

FG-AFD-EV
AUNO-20-06-08
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