Desilusión y va

Consumada la derrota argentina, cientos de miles inundaron la 9 de Julio para mezclarse en un grito de dolor, orgullo y –principio y fin del fútbol- esperanza. ¿Qué se leyó en las miles de banderas que anoche flameron sobre el subcampeonato argentino?

Juan Relmucao

Lomas de Zamora, julio 14 (AUNO).- La puerta del baño entornada y ese hilo de horrible luz amarilla como frontera hacia un dolor más hondo. Terminó. Abrazado al espacio eterno entre el sueño y la desazón, abrazado a una botella de vino abierta en el entretiempo, alguien llora encerrado y sólo para de gemir para buscar en el alcohol lo que no encuentra en la razón. O lo que encuentra en la razón pero no alivia, no cura: es cierto, se jugó bien; es cierto: se dejó todo; es cierto: hubo varias chances de gol; es cierto: fue penal. ¿Y?

“Es generacional (sollozo), yo vi jugar a Maradona y a Messi (sollozo) y no vi a Argentina campeón (sollozo)”. En el living una pantalla enrostra a varias caras muertas una premiación que nunca nadie en este país quiso ver. Entonces “vamos, vamos a la Plaza Grigera, qué nos vamos a quedar acá a ver cómo le dan la copa a los putos estos”. Entonces el pasillo largo, tan largo, hasta la calle, la explosiones contra el negro, inmaculado, cielo raso de la noche, luces fantasmas de coches fantasmas manejados por fantasmas en un barrio fantasma y el auto. El auto y “sacá la bandera por la ventana, dale”. El auto y el centro, el auto y los bocinazos como bengalas de barcos que buscan el auxilio de otros barcos en el océano. Un océano de cemento y postes de luz, de carteles que chorrean neón; un océano tan distinto a ése, tan verde, tan enorme, donde ellos, 23, están solos, aislados, separados por miles y miles de kilómetros de césped de las tribunas, del estadio. Del sueño.

Y en la plaza de Lomas mejor soltar el cuerpo y purgar el alma, mejor entrar en ese agite de miles promovido más que nada por chicos que no vieron a Maradona y sí a Messi y tampoco vieron a Argentina campeón. Ni finalista. Ni nada. Porque si hay algo cercano a la euforia, fueron esos pibes los que lo condensaron y lo tradujeron en el canto irreverente, en el insulto a Brasil, Inglaterra, Alemania, la FIFA, Pelé, y la recalcada continuidad de augurar que “volveremos, volveremos, volveremos otra vez…”.

De lejos pareciera que no pero de cerca no quedan dudas. De lejos pareciera que bengalas, latas de humo azul, cohetes, camiones cargados de gente, gente cargada de niños, niños cargados de banderas indican que sí, que Higuaín se tomó el tiempo para definir y lo hizo o que Mascherano alcanzó a tapar el centro perfecto de Schurrle. Hay que acercarse, hay que buscarles las caras, correrles esa pintura azul y blanca, mirar el beso rojo de las lágrimas en los ojos y entender que no, que no se grita porque mañana hay feriado, que se grita porque es salir y gritar y cantar o quedarse a ver las repeticiones del gol o mortificarse con los agoreros de turno o irse a dormir para despertarse de ese sueño de 31 días y amanecer de cara al seco rostro de la realidad.

Por eso es mejor golpear, por eso es mejor aferrarse a la enésima botella o atravesar una Yrigoyen peatonal, celeste y blanca, agridulce, y rumbear para la estación, escuchar el tren, correr entre bombos, abrazos y “estoy en la plaza…¿qué? No te escucho por el ruido”, saltar al andén y entrar a un vagón mudo, diametralmente opuesto al que cuatro horas antes surcó el Conurbano como un único grito de “Argentina” alargado por vagones, coronado de banderas. Hasta se puede dormir y soñar lo mismo que sueña un galés, un polaco, a una realidad de distancia.

Hay que despertar antes de Constitución, mirar el reloj que indica que es temprano, lanzarse entre las dársenas y dudar hasta que sin saberlo se camina con una marea extraña bajo los puentes de la autopista, entre los árboles que gotean luz de la Plaza Constitución, al costado —mortífero cualquier otra noche— de la Catedral. Seguir hasta las luces del Metrobus, no entregarse a las lágrimas frente a las olas celestes y blancas que muerden la orilla de la 9 de julio ni a los camiones cargados ni a los nenes que piden upa, ni a los pibitos que buscan birra ni al recuerdo del hospital donde mamá vio el partido con las demás internas –ya deben haberles dado el Lapenax, ya deben haber vivido su simulacro de integración a una sociedad que las dopa hasta que no entienden casi nada, pero sí entienden y viven y (hoy) lloran un Mundial.

Vale recibir el abrazo de un completo desconocido, imitar la sonrisa con la boca abierta, el “pusieron huevos, loco, dejaron todo, es un orgullo”; tragar saliva, decir “sí”, decir “ese penal”, decir “mañana vamos a Ezeiza”, pensar en los que no quisieron venir hasta el Obelisco aunque habían prometido que “pase lo que pase eh, pase lo que pase”.

Todavía con esas ausencias la Plaza de la República explota, Corrientes explota: el calor es increíble, literal; racimos humanos cuelgan de los semáforos y otra vez hay que dejarse arrastrar y largar todo y guardarse bien el recuerdo dos veces para contarlo ante nietos que en su sagrada inocencia ignoren las leyendas de Messi, de Maradona, de un acontecimiento que trastornaba a un país entero y a su abuelo también y jurar que todo es cierto y torcer una sonrisa rememorando una época ahora lejana, ajena.

También está bien caminar por Corrientes, detenerse y consolar a alguien que llora a gritos aunque no se sepa quién es. ¿Qué importa quién es? Vale abrazarlo, besarle la cabeza, decirle “dejamos todo, papá, es la próxima, es la próxima”. Recibir su silencio, su tristeza desnuda y contagiosa, esa intimidad entre anónimos absolutos, esa confianza de sufrir el mismo amor y el mismo dolor. Hay tiempo todavía para perderse en la luz naranja de calles laterales, escuchar con sorpresa y furia instintiva un acento carioca, voltear para ver una camiseta celeste y blanca y preguntar: ¿brasilero, torce por argentina? “Si, nos somos brasileiros mais hinchamos por Ayenchina. Muy triste, muy triste. Mais jugaron bem, es un orgulio. Brasil perdió 7 de 1”.

Queda finalmente alargar una mano atónita, saludar, pensar una vez más en lo que pudo haber sido, andar un poco más, escuchar a lo lejos los estruendos y pensar que, claro, ¿cómo nadie controló la venta de alcohol en los puestos de comida? Comprender entonces la lenta retirada por Corrientes hacia la rutina, escuchar las transas de camisetas choreadas a 150 pesos, lamentarse por no tener nada más que el orgullo en las manos y ver en esa brutal luna llena que a las 22 estaba exacta sobre el obelisco el amarillo y espeso punto final para un torneo y una fiesta. Pero no para una esperanza.

AUNO-14-07-2014
JJR-MDY

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