No es tan duro como parece. De malo sólo tiene la cara. Sino mírenlo reír, saltar, cantar. Mírenlo levantar las manos en el aire. Cerrar los ojos. Dejar caer un par de lágrimas. Mírenlo metiéndose de lleno a la cancha. Abrazándose con sus jugadores. Fundiéndose en ese tumulto verde y blanco con la emoción a flor de piel. Con una sonrisa que le ocupa toda la cara. Mírenlo gritando como un chico. Viviendo un sueño despierto. Único. Inigualable. Sólo como él lo puede vivir.
Mírenlo a Julio César Falcioni. El emperador. El padre de la criatura. El hombre que hizo posible lo que parecía quimérico. Mírenlo llorar. Como se descarga en uno y mil abrazos. Como levanta la copa con los ojos puestos en el cielo, y suelta al pasar, “ahora me puedo morir tranquilo”. Y se ríe. Se abraza con Sebastián Méndez. Le da un apretón gigante, y después se funde con Lucchetti…
En un instante, la alegría lo invade. Julio César disfruta, goza como nunca. La gente de Banfield enloquece. Allá en lo alto, en la tercera bandeja, grita “dale campeón”. En el suelo los jugadores dan vueltas en una ronda única. La copa hace de centro. Los giros no marean.
Los hinchas de Boca aplauden. Todo Banfield se mete al vestuario. Falcioni es casi el último. En la intimidad hay más gritos, cantos y abrazos. Sin embargo, la fiesta desborda y sale para afuera. Sorpresivamente “Pelusa” aparece con un champagne en la mano y disfruta. “Ya está, no importa más nada”, suelta al pasar. “Fuimos el mejor equipo del campeonato”, afirma y exhibe su sonrisa frente a los micrófonos y las cámaras.
El hombre con cara de piedra muestra que se puede emocionar. Lo admite: “Hubo lágrimas y abrazos en el vestuario”. Como se pensaba. Fue un desahogo después de tanta espera. Por eso, se disfruta el doble. “Es difícil ser campeón, y este equipo lo consiguió”, dice, y admite inmediatamente que el sufrimiento no estuvo ausente. Varias orejas estuvieron pegadas al partido de Newell’s. Por suerte ya pasó.
“Estoy contento, es un sueño, la cristalización de un trabajo serio de todos. Ya sea los que jugaron siempre, como los que estuvieron cinco minutos”, asegura Falcioni. No se quiere olvidar de ninguno. Silva, Quinteros, Erviti… Vergara, García. Tampoco entre los responsables quedan afuera los ayudantes, el cuerpo técnico, la familia. El premio es de todos.
¿Pensaba que se iba a dar así? “No”. Pero el fútbol tiene esto. “Es algo histórico, ganamos perdiendo”, indica. Pero poco importa. “Después de tanto remar es un orgullo conseguir este objetivo”, suelta más tranquilo, ya en casa, en el estadio Florencio Sola.
Es de noche. El césped está colmado y las tribunas son una fiesta: 35 mil almas gritando. Se hace imposible la vuelta. “No importa. Quiero repetir esto en otro año. Más tarde se puede dar”, deja salir su esperanza. Las pulsaciones bajan pero la emoción está. Sino mírenlo. Ahí, adentro del vestuario. Festejando con Bustos, riéndose con Sanguinetti. La imagen puede mucho más.
No es para menos. Falcioni vive un sueño despierto. Único. Inigualable. Un instante eterno. De esos que no se olvidan más.
NS-MFV
AUNO 14-12-09
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