Noche fría, o más bien madrugada, ya eran las cinco de la mañana cuando se escuchó el grito del médico antes de cerrar otra vez la puerta:“¡Nimeneti!”. El joven, a quien ya podríamos llamar compañero, miró a todos los que permanecíamos en la sala con una sonrisa cómplice. Casi por inercia, aquella masa de personas que en algún momento (difícil distinguir cuándo) logró transformarse en un grupo, aplaudió al pibe de 21 años que se había bancado 10 horas de vigilia para ser atendido. “Un marginado menos”, dijo una señora mayor, mientras ella, como todos, vivía una larga noche en el Hospital Gandulfo.
Pasaron tres, cuatro, cinco horas, no importaba realmente; las caras eran las mismas, algunas más y sí, lamentablemente algunas menos. No todos los soldados aguantaron el invierno.
El lugar cerrado no te aseguraba que no entrara el frío, pero si las mantas. Tapadas de pies a cabeza, 30 personas esperaban ser atendidos en la guardia del hospital de Lomas de Zamora.
El paso del tiempo puso el clima más tenso y aquellas conversaciones, ya fueran por obligación o necesidad,* transformaron el enojo individual en un malestar colectivo. El pibe de seguridad poco aportó más que discusiones antes de retirarse.
Un señor entró a las apuradas a la sala con un tajo en la cara. El rojo siempre prevalece, y fue atendido con más rapidez. Todos se miraron: ya era el tercero.
Agustina, una piba de 20 años, se acercó a hablar con el recepcionista y exclamó como portavoz: “¿Cómo saben ustedes que no es de urgencia, si no revisan? ¿Creés que estaríamos acá si nos sintiéramos realmente mal?”.
Resistiendo con aguante
Como sorpresa, ya no era ella sola, sino 12 personas las que rodeaban al empleado, cada uno con sus problemas, con sus historias. “Vengo de Varela”, “Yo soy de Calzada”, “Tiene 39 de fiebre”.
Una mujer que estaba sentada agarró un papel, anotó el nombre de todos y se lo entregó a la única cara visible entre los responsables. “Así es como nos tienen que llamar, háganlo”, le rogó.
No fue considerada una victoria, pero sí un avance. En el silencio de las cuatro de la mañana sonó un celular:
-No, vieja, sigo acá como un pelotudo, junto a un grupo de personas.
-Junto a otros pelotudos, dijo Agustina, cómplice, mientras las risas se aflojaron.
Entre las personas que entraban y salían de la guardia, apareció un hombre borracho que recitó a gritos una parte de la Biblia y de alguna extraña manera, logró incluir a Lionel Messi en su relato. Consiguió sacar un par de sonrisas. Una mujer comenzó a cebar mates, mientras otro sacaba las cartas para jugar al truco con su compañía.
De los cuatro médicos clínicos, solo uno estaba esa noche. Aquellas personas, cada una con su problema de salud, fueron parte de un juego de supervivencia.* Ya se había hecho de día y a algunos todavía no los habían atendido.*
Freud sostenía que podíamos estudiar al individuo como “un integrante de una multitud organizada en forma de masa, durante cierto lapso y para un determinado fin”.
Eso fue lo que sucedió en el hospital de Lomas. Aquellas personas se transformaron por una noche en un grupo que apuntaba hacia un mismo objetivo: se hermanaron por una causa, ya fuera ser atendidos, o solo hacer más ligera la espera.
“Resiste quien perdura”, dijo un señor con ironía a su hija y todos coincidieron. Sabían que el hospital no había alcanzado a cubrir las necesidades en ningún momento de la noche, pero a ellos no le quedaba más que esperar. Quien sabe ya por cuantas horas más.