En los últimos meses, la AFIP realizó 180 operativos para desarmar estructuras de trabajo esclavo. Esta suerte de redada arrojó como balance primario que el 40 por ciento de los trabajadores relevados estaba en situaciones “irregulares”. Las fotos que luego salieron a la luz demostraron que esa “irregularidad” en verdad refiere a condiciones infrahumanas de trabajo, a noches de extremo calor hacinados en tráileres de chapa, a pozos en la tierra que los trabajadores usan como baño, a techos que se caen sobre las mesas donde las costureras pasan unas 15 o 16 horas confeccionando ropa de grandes marcas.
En esos 180 procedimientos, el Gobierno encontró que sobre 2.700 trabajadores relevados, 1.005 sufrían diariamente estas condiciones laborales. Muchos de ellos, primero habían sido traídos engañados de otros países vecinos, configurando así un delito de trata de personas, anterior al delito penal constituido por los lugares donde los hacían vivir y trabajar.
Las denuncias de la AFIP destaparon una realidad dolorosa que nació con el modelo agroexportador del siglo XIX y que todavía hoy la Sociedad Rural se ufana por defender y justificar. Una realidad que está presente principalmente en el sector agropecuario, pero que también tiene mucho peso en la industria textil y en algunas otras ramas.
En el campo, los trabajadores golondrina son los que más sufren el trabajo esclavo. Las migraciones bajan desde el norte argentino, y se confluyen con otras corrientes que llegan mayoritariamente desde Paraguay y Bolivia.
La magnitud del caso hace difícil aceptar que esta problemática no sea un tema de agenda urgente para todo el sistema político argentino: si el universo de trabajadores rurales comprende casi un millón de personas, la mitad de ellos ingresa en la categoría de trabajador eventual o golondrina.
Las manos curtidas por el algodón en Formosa, por la caña de azúcar en Tucumán, el tabaco en Salta, el desflore del maíz en Santiago, la yerba mate en Misiones, el ajo en Mendoza, los arándanos en Entre Ríos. El operativo de la AFIP es sólo una pequeña muestra de un suplicio que se renueva todos los años.
Por abandono
El Estatuto del Peón Rural actual conlleva un vacío normativo que debe reformularse y, de hecho, el oficialismo impulsa –no sin críticas patronales— una reforma que ha de tratarse dentro del Parlamento. Mientras tanto, hasta que se logre un nuevo piso legal, la Comisión Nacional de Trabajo Agrario instrumentó una estructura que persigue garantizar el cumplimiento de condiciones mínimas de empleo en el campo.
Este organismo es tripartito; es decir que está conformado por el Estado, el gremio de trabajadores rurales y las cuatro principales cámaras patronales que integran la Mesa de Enlace. La idea de esta iniciativa, que comenzó a regir a comienzos de abril, es principalmente proteger a los asalariados migrantes, que representan el 66% del empleo rural.
Sin embargo, cuando esta nueva norma se tiró sobre la mesa de debate de la Comisión, los representantes de las cámaras patronales literalmente se levantaron de sus asientos y abandonaron la reunión, negándose incluso a votar por la negativa.
Aunque el conflicto por las retenciones puso en boca de toda la población el nombre de las entidades agrarias, vale la aclaración de que el abandono estuvo protagonizado al unísono por la Sociedad Rural Argentina, Confederaciones Rurales, Coninagro y Federación Agraria.
El debate de todas formas continuó, la normativa se votó y el Gobierno nacional avanzó en su reglamentación. El contraste se realza cuando quedan expuestas las condiciones básicas que esta iniciativa intenta garantizar: niveles mínimos vinculados con la calidad de la vivienda en
la que deben alojarse los trabajadores, las condiciones de los servicios sanitarios, la disponibilidad de energía eléctrica, los sistemas de cocina y los medios de comunicación telefónica. Aparentemente, demasiados requerimientos para las patronales rurales.
Veinte horas por día
María tiene hoy 31 años, pero cuando la trajeron engañada de Bolivia a Buenos Aires no llegaba a los 25 y su hijo recién con algunos meses de vida, todavía estaba lejos del primer año. En La Paz, María vendía casi siempre frutas en alguna vereda agrietada, y algunas pocas veces verduras, y cuando el sol amenazaba a caer ella buscaba las tantas formas de entretener a su nene para que olvidara el hambre hasta que llegara la hora del puchero; que no siempre llegaba.
Un día se enteró que una tía lejana estaba en la ciudad buscando interesados en viajar a Buenos Aires para trabajar en un taller textil. La promesa tenía gusto a redención terrenal: viaje pago, comida diaria, techo asegurado y salario en dólares. “Nos trajeron engañados”, recuerda ahora María y por su memoria también desfilan los tantos otros rostros que viajaron con ella en el colectivo que salió de la capital boliviana hasta chocar con la frontera argentina.
El sueño duró poco… cuando quisieron cruzar cayeron en que la cédula que tenían no les servía y que debían alquilar un DNI trucho para entrar al país.
A los pocos días dio con un documento que le sirvió a ella, pero no encontraba nadie le consiguiera otro para su hijo. La desesperación era una combinación entre los días que caían, el dinero que se iba y el engaño que se materializaba. Finalmente, cortó el pelo de su nene bien al ras y le puso un saquito rosa para que encajara con el único DNI de niña que llegó a obtener.
Ya en Buenos Aires, las cosas no mejoraron. Pronto descubrió que su salario iba a ser de 100 pesos y que además de costurera también sería ayudante de cocina. Por las noches dormía abrazada a su hijo, en una habitación con cuchetas y colchones en el piso, junto a otras diez o doce personas.
A las siete de la mañana comenzaba el día de trabajo que recién se interrumpía a la una del mediodía para almorzar, luego se retomaba hasta la hora de la merienda, se reiniciaba hasta que llegara la cena y finalmente se volvía a las máquinas hasta las dos o tres de la mañana.
Ella cobraba 100 pesos fijos, pero los obreros que únicamente se dedicaban a la costura cobraban por prenda: “Las más complicadas se abonaban 25 centavos, pero había algunas por las que pagaban apenas 5 centavos”, relata María.
Una tarde de mucho calor, su hijo jugaba con una nena, hija de otra costurera, y juntos recorrían el taller. Tocaban las texturas de las telas y caminaban por debajo de las mesas, casi desconociendo el infierno, hasta que se les dio por tomar una tijera que estaba sobre una prenda y llevarla a la habitación.
Cuando se necesitó la tijera, la dueña del taller estalló en gritos porque había desaparecido. Entonces recorrió el edificio hasta dar con los niños que, sentados en el piso frío, intentaban aplacar el aburrimiento, ya con la tijera abandonada al costado. El castigo fue inmediato: se les cortó las pestañas a los dos para que aprendieran.
Ese fue el quiebre. María tomó a su hijo y se escapó a la nada. Pasaron las mil y una más, hasta que encontraron el comedor comunitario de la Asamblea 20 de Diciembre, donde se estaba gestando la cooperativa textil.
Desde hace 4 años, María trabaja en La Alameda de lunes a viernes, unas ocho horas diarias como máximo. Desde hace cuatro años, cuando su hijo tiene un acto en la escuela, María está sentada en primera fila aplaudiendo y, tal vez, recordándose llegar a Buenos Aires con todas las expectativas de una vida nueva que, aunque con cierta demora, parece finalmente estar llegando.
Las últimas denuncias
“La AFIP detectó un predio rural en Mendoza donde el 90% de sus empleados eran extranjeros indocumentados”. Ese fue uno de los últimos comunicados que difundió el organismo recaudador que conduce Ricardo Echegaray.
Días atrás había informado también la detención del dueño de una explotación rural por trata de personas; una serie de operativos en Mataderos y Bajo Flores en talleres textiles clandestinos donde el 80% de los trabajadores estaba empleado sin registros y en condiciones precarias; denunciado por trata de personas y reducción a servidumbre a una importante cerealera internacional.
Las denuncias se multiplican y la AFIP, conforme pasan las semanas, difunde nuevos casos de trabajo esclavo. En este último operativo en Mendoza se encontró un predio rural, en el departamento de Tunuyán, en el que el 90% de los trabajadores eran bolivianos sin documentación, a los que se los obligaba a realizar tareas de limpieza, acondicionamiento y empaque de ajos. Además, había menores que también trabajaban.
Los casos revelados están atravesados por el denominador común de la indocumentación, condiciones precarias de vivienda y pagos paupérrimos. Sugestivamente, un relevamiento de los principales medios de comunicación de la Argentina revela que son pocos los informes de la AFIP que encontraron un lugar para la publicación, aunque las denuncias figuren en sitios oficiales del gobierno.
Bajada de línea
Promediando el verano, cuando las denuncias por trabajo esclavo se habían hecho públicas a fuerza de repetición de los funcionarios oficiales y por el mismo peso de la información, el diario La Nación publicó un editorial que reafirma su posicionamiento y, lo que es más importante, confirma que su alianza con las grandes patronales rurales sigue más vigente que nunca.
Para el matutino de los Mitre, las acusaciones por trabajo esclavo son, en realidad, “más mentiras intencionadas” por parte del Gobierno nacional. Literalmente dice: “Un nutrido grupo de funcionarios públicos y la propia Presidenta vienen denunciando la presencia de trabajo esclavo, al que serían sometidos trabajadores rurales migratorios. Nada más ajeno a la realidad y en cambio más cercano a la utilización política y electoral, un derrotero que el
Gobierno viene siguiendo con toda vehemencia y perversidad desde el inicio de las administraciones kirchneristas”.
En este artículo de La Nación debe leerse el sentido común reinante entre las patronales agropecuarias. “Ahora resulta que empresas de renombre en el mundo, que están sujetas a todo tipo de regulaciones e inspecciones, son acusadas de conformar nidos de explotación humana del tipo de las más perversas del globo”.
“Se explica dada la condición de trabajo temporario, que las condiciones de habitación de estos trabajadores no dispongan de las comodidades habituales en el trabajo rural permanente: se alojan en casillas transportables o carpas especiales”, detalla La Nación en su columna editorial, y remata que “sin perjuicio de tratarse de una labor exigente, nada justifica las calificaciones de tal infierno laboral”.
Con esa lógica ¿acaso deba esperarse que cuando un periodista de La Nación viaje a cubrir temporalmente un evento en el exterior se aloje en una carpa agujereada, duerma sobre maderas apiladas y se valga de pozos en la tierra para poder ir al baño?
*Nota publicada en la Revista El Cruce Nº12 Abril 2011
AUNO 06-05-11 EV