Recuerdos fragmentados: las últimas 24 horas de mi tío desaparecido

Las imágenes de ese día cualquiera que se llevaron a «Pomo» de su casa de Lomas de Zamora aparecen borrosas en la memoria de la familia Núñez. Casi 40 años después, su sobrino intenta reconstruir qué pasó el 21 de diciembre de 1978, en un relato lleno de supuestos.

Edgardo Emilio Nuñez

Hay un maletín sobre la cama. Adentro hay muchos papeles. A primera vista parecen desordenados, pero no es así. Están divididos en folios transparentes con un orden más o menos lógico.

Lina dice: “Fijate ahí. Vas a ver que en uno dice dónde trabajaba Edgardo”.

El olor a viejo del maletín provoca automáticamente que el ambiente se torne dramático y triste. La verdad, esta verdad, es así. Dramática y triste.

Examino los papeles uno por uno y le doy la razón. No solamente está el lugar donde trabajaba mi tío, sino que también está el hábeas corpus pidiendo por su aparición. Se detalla lo que sucedió la madrugada del 21 de diciembre de 1978, la noche en que se lo llevaron. También hay cartas, documentos, recortes, panfletos guardados desde hace 40 años.

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La mañana del 20 de diciembre de 1978, como otras miles de mañanas, el padre de familia, Félix Núñez, tomó mate con Lina, su esposa, mientras ella preparaba cafe con leche para sus hijos. El mayor de los tres, Edgardo Félix Núñez, de 20 años, había conseguido entrar en la empresa metalúrgica Gurmendi, donde también trabajaba su papá. La noticia alegró a todos porque la economía, luego de casi dos años del gobierno militar, había empezado a caer de forma abismal. El hermano del medio, Carlos Núñez, de 19, también trabajaba. Lo hacía en un taller de calzado del barrio. Los dos desayunaron. Pero aquella mañana no lo hicieron juntos como lo hicieron a lo largo de toda su infancia, cuando actuaban como mellizos pese a llevarse un año de diferencia. Desayunaron por separado porque entraban a trabajar en distinto horario. El único que no arrancó temprano fue el menor de los hermanos, Jorge, que tenía 14 y disfrutaba de las vacaciones. Jorge se levantó un poco más tarde, desayunó una chocolatada y pasó el resto día con su madre.

Desde ese momento, y por el resto del día hasta el regreso de cada uno a la casa, nadie recuerda bien qué hizo. Ocurrió todo lo que ocurre un día cualquiera, pero hace 40 años. Sólo se puede reconstruir por medio de pequeños flashbacks que desafían la monotonía y el paso del tiempo. Nada de lo que pasó fue tan relevante como para recordarlo con certeza.

Doña Lina debe haber limpiado la cocina como todos los días, baldeado el patio, alimentado a la perrita de la casa, Sandra, y regado las plantas que celosamente cuidaba. Seguro que también hizo las camas. Y también debe haber visto en la televisión alguno de los programas de la tarde. Jorge se debe haber metido en la pieza de sus hermanos mayores para practicar con la guitarra sin que nadie lo viera ni lo retara. Seguro que jugó a ser ellos. Félix, Edgardo y Carlos, en tanto, deben haber dedicado el resto del día a las tareas habituales de sus trabajos. Tal vez, quien sabe, hablaron sobre las Fiestas que asomaban. Quizás acordaron estrenar en los festejos el perfume que Lina les había regalado unos días antes.

Félix llegó a su casa cerca de las 18. Seguramente Lina lo esperó con mates y pan con queso, costumbre que duró los casi 55 años que estuvieron casados. Edgardo y Carlos volvieron del trabajo. Apenas llegaron, seguramente, se cambiaron y salieron a la calle a ver amigos, a tomar aire como solían hacer en esos días de diciembre con mucho calor. Ese día Carlos había cobrado la quincena. Había dejado la camisa de trabajo colgada en una silla con el dinero en el bolsillo. Era miércoles. Un miércoles cualquiera.

-Má, ¿qué comemos hoy? ¿Fangio-Monzón?

Lina recuerda ese chiste familiar que hacía referencia a los dos deportistas de elite, a quienes sus hijos comparaban con el churrasco con puré que religiosamente preparaba 4 ó 5 veces por semana. Pero no. Aquella noche cenaron milanesas con ensalada, siempre viendo la tele. Nadie recuerda de qué se habló, pero sí que sobró algo de comida y se guardó en la heladera Siam.

Esa noche hacía calor.

Edgardo Félix Nuñez nació en Lanús, pero se crió en Lomas de Zamora. Era flaco, de altura media y pelo largo. Él y su hermano eran conocidos en la familia como “los melenudos”. Edgardo tocaba la batería en una banda que había formado con sus amigos. Por eso fue apodado “Pomo”, como el mítico baterista Hector Lorenzo Barros, de Invisible o Spinetta Jade, aunque nadie asegura que fuera tan bueno. Su hermano hoy lo describe como un “experimentador de la vida”. Esa pasión por experimentar lo llevó a emprender, unos meses antes de su desaparición, un viaje a dedo a Venezuela. Lo había empujado la idea de que por el boom de las petroleras se necesitaría mano de obra dispuesta a trabajar mucho a cambio de una jugosa remuneración. Pero en la frontera no lo dejaron entrar. El viaje trunco se convirtió en un largo regreso por Latinoamérica, con una parada prolongada en Perú. Las cartas de su madre pidiendo que volviera hicieron que regresara a la Argentina. Lo hizo con su silueta delgada y sus pelos largos. Así volvió a Lomas de Zamora. Fue el 26 de junio de 1978, un día después de que Daniel Passarella levantara la Copa del Mundo en el Monumental, con miles de papelitos sobre el césped y la tenebrosa figura de los dictadores en el palco principal.

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Cuando volvió a casa, recibió el abrazo interminable de su madre. Lo normal. Seguramente le pidió que jamás volviera a alejarse tanto tiempo de ella. También se reencontró con la mirada distante, para ocultar el amor y también el enojo, de su padre. El reencuentro con su hermano, el casi mellizo, con el que no tuvo que hablar para explicar nada, y jamás lo explicaría. Y la mano sacudiendo el pelo del menor, un guiño de ojo y una historia del viaje mitad verdad, mitad mentira. Entró cantando, como lo hacía siempre, como Lina lo recuerda, y por supuesto… supone que lo recuerda.

Los seis meses que separaron su regreso con la madrugada del 21 de diciembre son tan misteriosos como los otros casi 40 años de su ausencia. Su vida privada fue, justamente, privada. No se sabe si por ignorancia de los otros o por un esfuerzo de perfección en su sigilo. Nadie lo consideró como otra cosa que no fuera una persona común. Común a cualquier otro veinteañero que disfrutaba del rock, de los amigos, de los condimentos que se le ponen a la vida para reír y soñar un poco más, los recorridos en moto hasta el cine de Capital a ver películas de rock, los chistes fáciles, Spinetta, Pappo, las mujeres en minifalda, las botas, los amigos que en un momento ya no estaban, las noticias censuradas, la revolución a la vuelta de la esquina y la sensación de que sólo faltaba el empujón del sacrificio. Todo muy setenta.

La madrugada del 21 de diciembre, Lina y Félix, como todas noches, se acostaron un rato más tarde y, seguramente, habrán hablado de la cena de Navidad. Edgardo y Carlos, más que seguro, se quedaron charlando un rato con la luz apagada, comentando cosas del día. El más pequeño, posiblemente, sólo cerró los ojos y se durmió.

A las 2 de la madrugada se interrumpió el silencio en la casa de los Núñez. Patadas en la puerta retumbando en la casa, la casa rodeada, el grito de “¡Abran, es la Policía!” irrumpió en los sueños de todos. A partir de ahí, el miedo y el terror.

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Lina recuerda haberse levantado rápido y salir corriendo para la habitación que Edgardo compartía con Carlos; Félix se fue a la puerta y Jorge se levantó y buscó a su madre. Cuando estaban todos juntos, Félix abrió y entraron “tipos que no estaban vestidos de ninguna forma o de alguna que ahora recuerde. Tenían armas, ametralladoras, pistolas y un reflector”, recuerda Lina.

Los pusieron a todos en la misma habitación, la de Edgardo, contra la pared y en silencio. Los recuerdos acá se mezclan. Carlos dice que, excepto a él y a Edgardo, se llevaron a todos a la otra habitación para acostarlos en la cama y taparlos con una sábana. Cuando los tipos se quedaron con ellos dos solos en la habitación sólo hicieron una pregunta: “¿Quién es Pomo?”. No tenían un nombre, sólo un apodo. “Edgardo se dio vuelta y asumió que era él”. 40 años después, Carlos piensa que ese acto de valentía le salvó la vida. Se lo pudieron haber llevado a él, o a los dos, o a toda la familia. Lina recuerda la misma escena, pero asegura que la pregunta la hicieron mientras estaban todos juntos. Recuerda cómo disfrutaban lo que hacían, y cómo se burlaban pidiendo que Pomo se pusiera una remera de Sui Generis.

Llevaron a Carlos a la otra habitación, lo acostaron en la cama y lo taparon con la sábana. Félix fue el único que les hablaba, parado en la cocina, buscando clemencia en los verdugos. “No sé a quién están buscando, él no hizo nada, en esta casa no hay armas, no hay nada”, dijo. Y era verdad. Lo único que pudieron sacar fueron objetos de valor. Se llevaron la alianza de oro, una guitarra, el perfume nuevo que les había regalado Lina, unos bonos de Gurmendi que Félix había comprado, la camisa con la quincena de Carlos, las milanesas que habían sobrado de la cena y, entre otras cosas más de valor, se llevaron una vida. Un robo.

“¿Cómo te sentís, flaco?”, le preguntaron en tono irónico. “Me arde la cara”, escuchó Carlos que su hermano contestó con dificultad. Todos suponen que le tiraron algún tipo de gas. Todos menos Lina. Ella asegura que era ají putaparió. Se lo tiraron a Edgardo y a la perra. Lo acusaban de haber estado en un tiroteo. Félix juró por su vida que no había estado. “Este flaco seguramente no fue. No se preocupe. Si no tiene nada que ver, en tres ó cinco días está de vuelta”, le dijeron a su madre.

Lina miraba con incredulidad y dolor desde el colchón mientras uno con una barba de tres días y botas militares revolvía los cajones de su ropa.

—Señor, por favor, no se lo lleve- rogó Lina, con palabras que salían de la garganta saturada de angustia.
—Yo no puedo hacer nada, señora —contestaron-. Es mi trabajo.
—¿No tenés madre vos? ¿No ves cómo está mi vieja? —se sumó Carlos.
—Nosotros no podemos tener madre, pibe —replicaron los verdugos-.

Debajo de la sábana, Jorge se sujetaba la cabeza y sólo imploraba “por favor que se vayan, por favor que se vayan”. Lo repetía una y otra vez. Y aunque fue el hecho más dramático de sus vidas, ninguno de los tres puede precisar cuánto duró. Diez minutos, media hora, dos horas. Da igual. Al fin duró una vida. Con el ardor de la cara, Edgardo salió por ultima vez de su casa. Lo hizo con la frente en alto. Tal vez, quién lo sabe, pensó que extrañaría su familia. Sobre todo a su madre. Tal vez ya sabía que nunca más iba a volver. Quizás por eso no quiso arriesgar a nadie. Y se fue manso, impávido, digno. Sin resistirse.

Cuando el secuestro terminó sintieron que todo se movía en cámara lenta. La realidad era lenta, como si una bomba les hubiera estallado en la cara. El único que pudo mantener algo de cordura fue Félix. Lina lloró de la única forma que sabía, de la misma forma en que lo hizo cada vez que recordó ese momento a lo largo de las últimas cuatro décadas. Jorge no supo qué pensar. Sólo sintió miedo mientras observaba con atención a los demás. Lo miró a Carlos. Lo vio llorando de forma desgarradora. Lo vio muriendo en vida. Lo vio pudriéndose de ira y rabia apoyado contra el tapial de la entrada. Lo vio sentir que una parte de él se iba en uno de los tres coches. Y supone que lo vio así porque Carlos sabía lo que estaba pasando. Carlos sabía la verdad oscura de los secuestros. Sabía todo lo que podía a pasar de ahí en más.

***

En 1979, y para siempre, Lina se transformó tras un proceso largo y doloroso, en una Madre de Plaza de Mayo. Salvando la memoria, sobreviviéndola al exterminio de una sociedad que siempre prefirió olvidar. Marchas, cartas por mil pidiendo por su hijo a todos los organismos, a lo largo y a lo ancho del mundo. Miles de puertas, miles de noches llorando. Y más marchas. Y más cartas. Pero, sobre todo, más silencio.

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Jorge acompañó infinitos viernes a una tía al Rio de la Plata. Cada vez que iban llevaban una rosa y la arrojaban al agua. Un curandero les aseguró que así Edgardo iba a volver. Luego de saber de los vuelos de la muerte, Jorge supone que alguna le habrá llegado.

Félix fue, en 2014, el primero de la familia que cerró los ojos infinitamente. Tal vez se fue con la certeza de que por fin podría volver a verlo. Allá. Del otro lado.

En 2015, Carlos fue a hacer unos trámites y pasó por el centro de detención El Olimpo. Guiado por un impulso, entró a ver qué había. Más que curiosidad, Carlos siempre sintió afinidad cuando pasaba por esos lugares. En uno de los cuadernos con las fotos de los detenidos desaparecidos que estuvieron ahí encontró la foto de su hermano. Tal vez el último lugar en esta tierra en el que Edgardo había estado. Se podía ir a ver los calabozos, pero prefirió no hacerlo. De alguna forma algo se había cerrado.

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En 2017, mientras repartía comida en un colegio de nuestro barrio, la directora me preguntó apenas me presenté: “¿Qué tenés que ver con Carlos Núñez y Jorge Núñez?”. Le respondí: “Son mi padre y mi tío”. Ella sonrió. “Tengo algo que me dieron hace muchos años. Es un libro del Flaco Spinetta, que tiene en la tapa una poesía que escribió tu tío, el que se llama como vos”. “Somos como ‘Cien años de Soledad’”, contesté sonriendo.

AUNO 23-03-2018
EEN-AFG-MFV

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