El día que cayeron las Torres Gemelas estaba en Las Carabelas. No es casualidad, sino probabilidad estadística. Si estaba ahí es porque había estado muchas otras veces. No tenía nada especial esa mañana en Lomas de Zamora si tampoco lo había tenido en Nueva York un minuto antes de que aparecieran los aviones suicidas.
Con Alejandro Córdoba, colega, supimos unas horas más tarde que estábamos ahí (o habíamos estado ahí) en esos momentos dramáticos planetarios. En mi caso, me enteré cuando llegué al diario a trabajar y un compañero me dijo, con la naturalidad de la mejor síntesis periodística: “chocaron con dos aviones contra las Torres Gemelas y se cayeron las dos”
No había whatsapp, ni mensajes de texto, internet en los teléfonos o conexión muy a mano. En Las Carabelas había un televisor pero tal vez nosotros estábamos sentados de espaldas. Ahora pienso que si en la tele hubieran estado pasando en vivo esa coreografía de terror jamás vista ni vuelta a ver, deberíamos haber visto a alguien fijar la vista en la pantalla o por lo menos detectado algún murmullo. A lo mejor estábamos demasiado concentrados. Alejandro preparaba su libro sobre la masacre de Wilde, un caso tremendo de gatillo fácil y me había pedido que le diera una opinión sobre el avance de la trama, o una devolución de algún capítulo que quizá ya había leído.
¿Dónde nos íbamos a juntar para hacer eso? Por comodidad o por default, en ese lugar común de la historia de Lomas de Zamora que fue Las Carabelas. Faltaban tres meses para nuestra propia hecatombe –diciembre de 2001- y recuerdo, o simplemente enlazo, que la pizzería histórica no debía estar pasando por su mejor momento. Aún así, como en el juego de las muñecas rusas, iba a sobrevivir a una crisis violenta que incubó otra crisis adentro: la desaparición, en esos años, de “lo antes conocido como centro de Lomas”, al menos en una gran parte.
El tema especial con Las Carabelas en Lomas es que estuvo siempre. En términos reales, “siempre” quiere decir que su presencia coincidió con la mayor parte del ciclo de vida de la mayoría de los habitantes de Lomas que están vivos. Incluso de los que ya son viejos.
Alguna vez, la pizzería de Boedo y Acevedo fue un palacio moderno que superó en impacto a la primera Las Carabelas, que estaba en la esquina de Laprida cuando por la peatonal todavía pasaban los autos. Si se hubiese conservado tal cual, hoy sería una especie de centro de preservación pop, con los acrílicos en la escalera, en los spots geométricos color naranja de los apliques de luz y en los balcones que alguna vez, cuando la seguridad no era un valor social demasiado relevante, estuvieron habilitados al público.
El otro recuerdo es el barullo. El bullicio. Acentuado, supongo, por las notas musicales que aplicaban los cubiertos contra los platos de lata que los mozos hacían patinar en las mesas de fórmica con los perfiles de metal a rayas.
Las Carabelas era para ir a comer ahí y para comprar para llevar. El gentío contra el mostrador del fondo era un clásico de la espera, en los años que la gente se llevaba la pizza en el colectivo. Después de un reforma noventosa, con helecho colgante, inevitable pelotero y quizá el televisor más grande de Lomas -en el primer piso-, las visitas a Las Carabelas, pasó a ser, en lo personal, un “recurso de cercanía”. Un toque con los chicos a la salida de la peluquería infantil de Humberto, otro superclásico lomense; alguna incursión en modo Beto Pateta para esperar la resolución de algún trámite en el oficina de Osmecon, en la misma cuadra pero en la esquina de Sáenz.
Mientras, en el centro de Lomas, la mayoría de lo que conocemos como “locales gastronómicos” había cerrado, estaba en eso, o sus dueños habían dejado de retapizar las sillas, como un prólogo de la misma suerte: el final. Una versión Conurbano Feroz de la exultante capital azteca que quedó aplastada por la actual Ciudad de México.
Fue el lugar preferido de los laburantes con un peso en el bolsillo. Las pizzas, las milanesas con su fiesta de guarniciones, y esas copas heladas con las óperas insertadas a los costados: las columnas del gusto popular.
A Las Carabelas la compró La Continental, pero como lo hizo con su sucedánea La Niña, ese local largo de la peatonal, no hubo cambio de nombre para la pizzería insignia de Lomas. Ayudó el milagro de que las iniciales del logo coincidieran.
En sus picos o en sus bajones, Las Carabelas fue sinónimo de amplitud, espacio, garantía de disponibilidad para los grupos numerosos que improvisaban la cena a la salida del algún acontecimiento especial. En los años de los aciertos económicos del kirchnerismo, brilló como el lugar preferido de los laburantes con un peso en el bolsillo. Las pizzas, las milanesas con su fiesta de guarniciones, y esas copas heladas con las óperas insertadas a los costados: las columnas del gusto popular. Alguien dijo en Twitter que la copa de la casa, con ensalada de fruta en el fondo y un promontorio de helado y crema arriba, tenía 80 centímetros de alto. Es posible.
Después, Las Lomitas
Los cafés con apellidos porteños.
La macrisis.
Una mañana la pizzería apareció con los vidrios pintados de blanco: esa muerte dantesca de los locales.
Todo puede pasar.
Como que algunos de estos días, alguna de estas noches, vuele sobre Boedo un pedazo de estatua colgando de un helicóptero y alguien que acaba de despertarse de una terrible desazón la mire con incredulidad desde una ventana.