La casa de Verónica, que vive en La Esperanza, tiene paredes de lona y techo de chapa. Los utensilios de la cocina cuelgan de unos pinches que atraviesan la lona. Dos metros por dos en la entrada y una cortina tenue que divide la habitación donde duerme ella, su marido y sus dos hijas.
“Yo estoy cómoda, contenta y feliz. Somos toda gente buena y trabajadora. Nos conocemos todos, somos como una gran familia. Ahora pensamos seguir luchando para defender nuestros derechos”, cuenta.
La casa de Verónica se parece mucho a las del resto del vecindario. Unas pocas casas construidas con material. La mayoría están hechas con madera, machimbre, lonas y chapa. La mayoría, también, tiene un baño instalado con cámara séptica y pozo ciego. Todo lo que hay –todo- fue hecho por sus propias manos.
El frágil tendido de cables, las indecisas mangueras que conducen el agua potable, las goteras remendadas con chicle y la oscuridad de las noches contrastan con el lazo fuerte y solidario que une a Verónica con todos sus vecinos.