La guerra de Malvinas y sus mujeres de verde

Una veterana contó a AUNO cómo fueron los días previos al cese de combate. Los ninguneos, la indiferencia y el reconocimiento de su rol en el conflicto bélico que marcó la vida de todos los argentinos.

Silvia Barrera arribó a Río Gallegos el 7 de junio de 1982, junto a otras cinco compañeras, sin que “nadie supiera” que llegaban. Ellas eran las primeras mujeres vestidas de verde, con las camisas arremangadas y borceguíes dos talles más grandes, que iban a embarcarse hacia el conflicto bélico iniciado el 2 abril anterior para recuperar la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas.

Sus nombres son María Angélica Sendes, Norma Navarro, Cecilia Ricchieri, Susana Maza, María Marta Lemme y Barrera. Las chicas se habían ofrecido voluntariamente para ir a la guerra como instrumentadoras quirúrgicas, oficio que ejercían en el Hospital Militar Central; mientras que Sendes trabajaba en Hospital Militar de Campo de Mayo.

Pero la carta del Ejército llegó dos meses más tarde, rememoró Barrera a AUNO, a 38 años de ese 7 de junio. Eran las 8 de la mañana cuando les avisaron que las necesitaban en el hospital de Puerto Argentino, en Malvinas, y que iban a salir al día siguiente, a las 5 de la mañana.

“De nosotras seis, cuatro venimos de familia militar. Al ser criadas en ese ámbito, trabajar en el Hospital Militar y haber elegido esta carrera que es dedicada al otro, como es la sanidad, era natural habernos ofrecido como voluntarias”, explicó Barrera.

A las 14 salieron del hospital, llegaron a sus hogares y prepararon el equipaje. Barrera tenía 23 años: «Nos unió Malvinas. Nos conocimos dentro del hospital pero no teníamos amistad. Allá, nos prometimos estar siempre juntas. Estábamos preparadas para cumplir con esta tarea: ser instrumentadoras, enfermeras, lo que fuera necesario«.

Las «inconsistencias» de la guerra

Hasta ese momento, no había mujeres en el ejército, explicó Barrera. Es por eso que su vestimenta estaba muy lejos de quedarles cómoda: debían arremangarse las camisas, darle dos vueltas a los cinturones y calzarse el talle más chico de borceguíes, el 40, cuando ellas calzaban entre 36 y 38.

«Llegamos a Río Gallegos y nadie sabía que iban mujeres a Malvinas. A la vista de ahora, hay que comprender el shock de esos hombres que vieron a las primeras mujeres vestidas de verde. Nos ningunearon, no nos reconocían, no nos hablaban. De casualidad, encontramos un médico y él se ocupó en averiguar», contó Barrera.

Horas después, subieron a un helicóptero que las dejó a bordo del ARA Almirante Irízar, un rompehielos de la Armada, que funcionaba como buque sanitario amarrado a metros del hospital de Puerto Argentino.

El recibimiento tampoco fue mejor ahí. La discusión estaba entre bajarlas a tierra porque en el centro de salud las necesitaban o dejarlas a bordo. Pocos minutos después se resolvió: las seis quedaron arriba del Irízar, ya que «no tenían grado militar».

«Fue una inconsistencia de la guerra que se olvidaron que tenían que darnos un grado militar antes de salir de Buenos Aires. Íbamos a ser las primeras mujeres con grado oficial«, contó Barrera. Sin esa institución, no podían estar en zona de combate porque eran civiles, explicó, y los ingleses podían fusilarlas, de acuerdo al Tratado de Ginebra.

Los oficiales y soldados, además, las trataron «mal, con agresiones y una actitud muy machista». «Dos días después, dieron vuelta eso y pasaron a ser nuestros protectores y en ese sentido, creo que fue un acto de sobreprotección no dejarnos bajar», reflexionó la instrumentista.

A bordo del Irízar

Una espesa nebulosa cubre los recuerdos de las veteranas sobre su cotidianidad en las Islas. No recuerdan qué comían, si dormían, si se bañaban. Tampoco haberse maquillado, aunque sí se ven así en algunas fotos que sacaron allá. Esos detalles parecen haberse quedado en el Atlántico Sur.

Sí rememoran cómo trabajaron de manera continúa durante 10 días. A la mañana recibían a los heridos, que llegaban en helicóptero o en pequeños barcos, una suerte de ambulancias pintadas de negro con una cruz roja, que rodeaban las Islas. Luego revisaban a los soldados y planificaban las cirugías según la patología.

Los operaban durante la tarde, algunos a la noche. «Mientras unas instrumentaban, otras curaban a quienes habían operado. Allá éramos camilleras, enfermeras, un poco de todo«, aseguró Barrera. La jornada terminaba con la esterilización de todos los instrumentos utilizados en las cirugías y la rutina se repetía al día siguiente.

El Irízar estaba «muy bien equipado», dijo, con quirófanos, salas de terapia intensiva e intermedia, internación, laboratorio, sala de radiografías y 150 camas. En total eran unos 20 enfermeros suboficiales y 19 médicos.

Días antes del 18 de junio, cuando termina el conflicto, el hospital de Puerto Argentino se saturó de pacientes y todo el trabajo se tornó más complejo. Hicieron unas 25 cirugías, estimó la mujer, y atendieron una cifra incalculable de heridos.

«Llegaban soldados que habían estado 20 o 30 días a la intemperie. Estaban sucios, había que cortarles la ropa, bañarlos, ver dónde tenía la herida y ahí comenzar a ver cómo atenderlo», indicó la instrumentadora y agregó: «La pólvora mezclada con la turba de Malvinas hacía una costra de barro que había que cepillar con Pervinox para sacarla. Entonces no sabíamos si le estábamos haciendo más daño que la herida que tenía«.

Afuera, detrás de los vidrios dobles, que protegían a la tripulación del frío, se definía la guerra por Malvinas: «No caíamos que esos cimbronazos que escuchábamos lejos eran los bombardeos«.

«Lo peor fue la vuelta»

El 18 de junio de 1982, cuando culminó el conflicto, el Irízar trasladó al menos 320 heridos a la ciudad de Comodoro Rivadavia. Al sólo tener 150 camas, los soldados estaban en «los pasillos o donde se pudiera», contó Barrera.

Además llevaban periodistas, personal de Correo y Vialidad Nacional, entre otros civiles, que fueron apoyo de combate en la guerra. Y en las cámaras frigoríficas del barco, utilizadas para trasportar alimentos, trajeron los cuerpos a Buenos Aires.

Tras descargar los heridos en Comodoro, todos firmaron un acuerdo de confidencialidad sobre lo que vivieron en las Islas. «Al ser las únicas mujeres nos iban a llevar al hospital, pero estaba colapsado. Detrás venía el Bahía Paraíso, el otro buque hospital, con otros tantos heridos. Terminamos en un hotel, lejos del centro, para que nadie tuviera contacto con nosotras«, recordó Barrera. 

Pese a la guerra, lo peor fue la vuelta, consideró la veterana. «Vos esperás que estén en el aeropuerto cuando llegas con un cartelito que diga ‘chicas, las vinimos a buscar’. Eso no pasó«, agregó.

A esto sumó la incertidumbre de no saber por qué las llamaban para ir a la guerra si «nadie sabía» que tenían que recibirlas y el estrés de sentir que había «mucha cosa improvisada».

«Vos venís de un lugar con un estrés extremo y firmas ese documento de confidencialidad. Por eso, creo yo, los primeros diez años nadie hablo del tema Malvinas. Los periodistas no se interiorizaban y a la gente no le interesaba saberlo porque para ellos éramos unos derrotados«.

El reconocimiento como veteranas

Las chicas llegaron a Buenos Aires el 20 de junio y al día siguiente, a las 7 de la mañana, entraron a trabajar. «Y nos recibieron como si nada hubiese pasado. Nadie preguntó donde habíamos estado«, dijo Barrera.

Al año siguiente llegaron los reconocimientos: el Ejército y el Ministerio de Defensa las reconocieron a las seis como Veteranas de Guerra al tratarse del grupo que más tiempo estuvo dentro del Teatro de Operaciones Malvinas, así como en los días previos al cese del combate.

Era la sociedad que no las reconocía, afirmó la mujer. «Desde no preguntarnos dónde estuvimos o qué hicimos hasta darnos premios sin habernos avisado. Me dieron medallas y se creyeron que era Silvio. Nos invitaron a Casa de Gobierno un 2 de abril y ponían a las Madres de la Plaza de Mayo delante. Así, infinidad de ninguneos vivimos en estos 38 años«.

En la actualidad, Barrera cumplió 60 años y 40 trabajando en el Hospital Militar Central, donde es la encargada de ceremonial. Madre de cuatro, el reconocimiento más grande lo recibe de su nieto de cinco años, quien corre a abrazarla al grito de «¡abuela, te vi en la tele!».

AUNO-02-04-20
MB-SAM

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