Por Nicolás Sagaian
Lautaro tiene 11 años. Desde hace tres, recorre los vagones de la ex Línea Roca para vender fibras de colores por unos pocos pesos. Más allá de las ganancias, su jornada siempre es extensa. No termina antes de la medianoche, cuando ya debería estar durmiendo para ir al día siguiente al colegio. Como él, Valentina hace malabares en la calle peatonal Florida. Ante la indiferencia de miles de personas, mueve las pelotitas en el aire con una destreza envidiable para “darle una mano” a sus padres llevando algunas monedas a su casa. Con apenas una simple mirada, es posible darse cuenta que ambos, como muchos otros, forman parte de un trazo que pinta una escena cruda e inocultable, repetida a lo largo y ancho del país.
La explotación laboral infantil es un problema que se mantiene vigente, pese a la disminución de los índices a ritmo lento, casi a cuentagotas, de los últimos años. Las cifras oficiales estiman que medio millón de chicos se ven obligados a compartir la misma realidad en cosechas, plantaciones, talleres, industrias o en diversos sectores de la economía informal urbana. Sin embargo, expertos y organizaciones sociales que manejan el tema sostienen que el número es mucho mayor: alcanzaría aproximadamente a un millón y medio de niños, si se le presta atención al trabajo “doméstico”, “familiar” o “no detectado”, que engrosaría un 200 por ciento los datos recopilados por el Ministerio de Trabajo de la Nación.
Si bien Argentina se comprometió a erradicar toda entrada precoz al mundo laboral para 2015, en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ese horizonte parecería muy lejano. La inescrutable presencia de algunos factores complejos, como la falta de equidad en la distribución del ingreso, la persistencia de un porcentaje de trabajo no registrado y la dificultad de las políticas públicas implementadas por el Gobierno para obtener resultados en un contexto como el actual, hacen muy difícil imaginar el alcance de esos logros que vendrían a recomponer una cantidad importante de derechos vulnerados.
Frente a esto, las consecuencias del trabajo infantil pueden aparecer a corto, mediano o largo plazo. De acuerdo con los especialistas consultados por El Cruce, muchos de estos pequeños trabajadores están “expuestos a situaciones de riesgo, como accidentes y enfermedades”; también encuentran “obstáculos diarios en su normal desarrollo” y aprendizaje personal. Estas dificultades pueden producir algo más que efectos y derivaciones en el presente: las consecuencias también pueden verse de forma más evidente en un futuro no tan lejano.
Un flagelo naturalizado
Durante muchos años, los sucesivos gobiernos nacionales han reconocido el fenómeno pero lo vieron pasar por el costado. Recién entrado el 2000, el Estado argentino ha decidido encarar seriamente la situación, primero con la creación por decreto de la Comisión Nacional de Erradicación del Trabajo Infantil (Conaeti) y luego con la puesta en marcha de doce comisiones Provinciales de Erradicación del Trabajo Infantil (Copreti). De todas maneras, los resultados arrojados hasta ahora fueron mínimos o imperceptibles.
Para dar una idea, el último análisis con algo de profundidad data de 2004. Esa primera Encuesta de Actividades Económicas de Niños, Niñas y Adolescentes (EANNA) tuvo alcance limitado: sólo abarcó el Gran Buenos Aires, Mendoza, Jujuy, Salta, Tucumán, Formosa y Chaco. El estudio contabilizó que trabajan el 6,5 por ciento de chicos argentinos de 5 a 13 años y el 20 por ciento de los que tienen entre 14 y 17 años: 193.095 y 263.112, respectivamente.
“Existen innumerable cantidad de medidas y programas, como el Luz de Infancia, que se implementa en Misiones; planes de becas de estudio y el seguimiento de casos particulares. Pero el desafío de tener una política pública en todo el país para la erradicación del trabajo infantil aún está bastante lejos de ser una realidad”, explica Gustavo Ponce, especialista en esa área de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Argentina.
El mapa de la explotación laboral infantil que se puede confeccionar a través de retazos de estudios realizados por organismos estatales y privados da cuenta de ello. La mayor parte del flagelo echa sus raíces en el campo. “El 70 por ciento de los menores que trabajan en el país están directamente relacionados con las actividades agrícolas”, resalta Nelly Mendoza, coordinadora de Copreti.
Sea en cultivos frutihortícolas de Río Negro, para cosechar yerba mate en Misiones, tabaco en Salta, cebolla en San Juan o algodón en Chaco, la mano de obra infantil es utilizada por los empresarios. “En la mayoría de los casos, los eligen porque en la recolección de cebolla o algodón, son mejores que las máquinas, que marcan los frutos”, cuenta Gustavo Vera, presidente de la Cooperativa La Alameda, que lucha contra el trabajo esclavo.
Después, el grupo restante de niños que se desempeña en el ámbito urbano lo hace en construcciones, talleres textiles, como lustrabotas, cartoneros, vendedores ambulantes o mendigos y también en trabajos domésticos, donde las niñas sufren la mayor explotación.
“Lo terrible de todo esto es que con la excusa de la naturalización, el trabajo infantil parecería que no está mal. Por eso, si se pretende su total abolición, aparte de políticas públicas, se requiere una tarea del conjunto de la sociedad”, sostiene la secretaria de la cartera laboral de Nación, Noemí Rial. Es que en algunos ámbitos el trabajo de los más chicos es culturalmente aceptado y positivamente valorado, como sucede en muchas familias agricultoras. En esos núcleos, sus integrantes sienten que transmiten a sus hijos saberes e identidad campesina al mismo tiempo que realizan sus tareas diarias.
Por eso, la actual legislación argentina posee una gran contradicción en la regulación laboral de los niños y adolescentes en ese terreno. Mientras la Ley de Contrato de Trabajo, en consonancia con lo que predican los organismos internacionales, prohíbe el empleo de menores de 16 años y regula las ocupaciones de los menores de 18; la Ley de Trabajo Agrario (22.248), permite el desarrollo de tareas de los niños menores de 14 años en el campo, siempre y cuando se realice en tierras de propiedad familiar y no impida su educación.
Con cuestiones así no es sencillo el recuento. La ilegalidad no se ostenta ni se deja medir. El trabajo infantil se invisibiliza a fuerza de necesidad o de repetición; y eso es grave.
Lo visible inadvertido
A principios del siglo pasado, Juan Bialet Massé denunciaba en su Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República Argentina que existían “niños y niñas de 8 a 12 años en las cigarreras, algunos anémicos, pálidos, flacos (…)”. Hoy no hay chicos trabajando en plantas fabriles pero se registran situaciones similares.
Por ejemplo, en las granjas de la empresa Nuestra Huella S.A., en Pilar, se constató que chicos y chicas, de 3 a 14 años, trabajaban especialmente en la recolección de huevos porque las estructuras estaban diseñadas para alguien de pequeña estatura.
Esa situación escabrosa, sin embargo tuvo su correlato. En Tucumán, en las zafras de limón de la empresa El Talar, al menos 160 chicos eran explotados debido a que sus manos resultaban dúctiles para la recolección de los frutos, que se llegan a pagar de 50 a 95 centavos el cajón (de 20 kilos).
Como estos casos, hay centenares. Y por lo general, es mucho mayor la cantidad de empresas que logran esquivar el ojo de la Justicia o el Estado, que los que reciben una sanción por explotación. “Es sabido que los sectores vitivinícolas, tabacaleros y del ajo son de alta informalidad. Pero cuando se hacen las inspecciones, chicos no hay o los esconden”, comenta la representante del ministerio de Trabajo. Así, aunque el organismo efectúa investigaciones en empresas, sólo el 2 por ciento de los chicos que trabajan es “detectado” y “recuperado”.
En ese sentido, Pilar Rey Méndez, titular de la Conaeti, apunta que “al sector empresarial le cabe un rol fundamental” en la erradicación del trabajo infantil. Más allá de la creación de la Red de Empresas contra el Trabajo Infantil y las reuniones y charlas cotidianas que mantienen desde los organismos oficiales con productores y proveedores, es difícil imaginar que la balanza entre ganancia y moral termine primando esta última. Eso es lo que denunció el representante de La Alameda al considerar que “existen muchos intereses económicos y políticos de por medio, entonces es muy difícil pensar en una salida mágica”.
Lo cierto es que la explotación laboral infantil tiene muchas aristas. “Desde el desempeño genuino de los padres, hasta el compromiso de toda la sociedad, pasando por la necesidad de un Estado que articule políticas de educación y desarrollo social con prioridad en los niños, se pueden empezar a dar pasos importantes en el tema”, asegura Alberto Morlachetti, uno de los referentes bonaerenses del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo.
Si bien desde 2005 el Congreso de la Nación instituyó mediante la Ley 26.064 el Día Contra el Trabajo Infantil, otra de las cuestiones principales está en la falta de reconocimiento general en la población del problema, y hasta la inexistencia de una discusión generalizada, al menos para difundir el flagelo que le toca sufrir casi el 7 por ciento de los menores de 16 años en Argentina.
La cuestión es llamativa, porque es imposible andar por las calles de la Ciudad de Buenos Aires sin toparse con escenas que remitan al trabajo infantil. Arriba de un carro, limpiando parabrisas, abriendo puertas de taxis o metiendo sus manos en los desechos ajenos, alrededor de 150 mil chicos trabajan a la intemperie, de acuerdo con un informe de la OIT de 2004. En ese entonces, 2 de cada 10 chicos eran parte de aquel panorama. Hoy el cuadro se tornó muy difuso.
Causa común
Hija de vulnerabilidades sociales, la explotación laboral infantil tiene vínculos directos con la pobreza, aunque también con la precarización laboral y la permisividad cultural. Muestra de ello fue la explosión fulminante que tuvo entre 2001 y 2003, cuando alrededor de 1.150.000 niños cayeron en la miseria, a razón de 1.570 chicos por día. Así, de los 252 mil pibes que trabajaban en 1995, se pasó a casi el doble en ese período: un 91,6 por ciento más, siempre según los datos oficiales.
“Claro que esta situación ha cambiado y hoy Argentina está en un contexto económico y social muy distinto si miramos siete años atrás. Pero la falta de reacción del Estado frente al tema para tratarlo de forma profunda no ha hecho más que mantener estable la problemática o calmar apenas la situación”, sostiene el especialista local de la OIT.
Como se dijo, los primeros pasos para intentar encontrar una puerta de salida se dieron recién en 2004. El Gobierno realizó un fuerte aumento en la inversión social, que según data en los registros de gasto público, se incrementó un 700 por ciento en los últimos siete años. Sin embargo, hasta el momento eso no arrojó recetas determinantes para atacar el problema de raíz. La Asignación Universal por Hijo puede verse como una de las propuestas serias para mejorar los problemas de la niñez, pero sus efectos, principalmente sobre el trabajo infantil, apenas comienzan a asomarse a diez meses del comienzo de su aplicación.
“Es un camino largo. Hay que focalizarse en quien explota a los niños y niñas, pero a su vez apuntar a la contención y el fortalecimiento familiar; hacer que los chicos no trabajen y lograr la reinserción y permanencia escolar, cuestiones que fuimos alcanzando”, remarca Rey Méndez, de Conaeti.
En ese punto, si bien reconoce pequeños progresos, Víctor Chebez, director del Centro de Estudios del Empleo y la Protección Social de la Universidad de San Martín, subraya que únicamente “atacando y poniéndose más rígidos” con las empresas que contratan a niños, puede comenzar a pensarse en la erradicación total. Lo mismo resaltan Morlachetti y Vera. Un ejemplo son las empresas tercerizadas de marcas de indumentaria, que emplean a inmigrantes ilegales y a menores de edad, según denuncias presentadas ante la justicia por La Alameda.
Las multas aplicadas a cada empresa que infringe la ley en la provincia de Buenos Aires sólo llegan a rozar los cinco mil pesos por cada niño empleado. Luego, claro, existe la posibilidad de que el taller o local sea clausurado y los responsables encarcelados de forma preventiva o efectiva. La mayoría de las veces, eso no sucede.
Estudiar trabajando
Frente a este complejo paisaje, casi todos los niños que trabajan asisten o asistieron alguna vez a la escuela. Pero en su trayectoria educativa suelen toparse con enormes dificultades: van a las clases cansados, llegan tarde, faltan mucho por su rutina diaria o porque se quedan dormidos, no tienen tiempo de realizar sus tareas, bajan el rendimiento, repiten de grado y en los casos extremos no llegan a finalizar sus estudios, algo que afecta a la gran mayoría.
Según un informe de la OIT “una fracción que oscila entre la cuarta y la tercera parte sufrió ese fracaso escolar con las consiguientes consecuencias para su formación actual y futura”. Para Unicef, el fenómeno es más alarmante: el 58,2 de los chicos de 13 a 17 que trabajó no asiste a la escuela. “Tras estos casos resulta difícil para muchos adolescentes, con urgencias actuales, encontrar un sentido al sistema educativo”, resalta el sociólogo Jorge Muracciole.
“En realidad, la escuela es la institución que tiene que brindar las herramientas que conducen al desarrollo de una sociedad democrática y que otorga condiciones de empleabilidad y promueve el desarrollo económico del país”, asegura la representante de Educación de UNICEF en Argentina, Elena Duro, repitiendo la idea que intenta difundir en todos los países la organización a nivel internacional.
¿Es responsabilidad de la escuela, entonces, resolver los problemas de explotación infantil? De ninguna manera.
Si bien para las representantes del Ministerio de Trabajo “los docentes son muy importantes como agentes detectores de potenciales casos”, el sistema educativo no puede plantear más que una ayuda pedagógica y contención frente a la problemática. “El trabajo tiene que ser integral, con un ámbito de contención para los chicos y sus familias de parte del Estado y ONG’s con un buen presupuesto y buenos salarios para los padres, que le permitan mantener sus necesidades básicas”, opina Morlachetti, creador de la Fundación Pelota de Trapo.
En la mayoría de los programas tendientes a sacar a los chicos del circuito laboral predomina la capacitación y el componente educativo. El desafío, sin embargo, parecería ser el acompañamiento con un sistema de inspección y fuertes políticas abocadas al área para la recuperación de esos momentos de la infancia perdidos.
El tiempo que los niños deben guardar par
a abocarse a tareas laborales o de rutina, es tiempo robado a la recreación, el descanso y los amigos. Eso está entendido en los Convenios 138 y 182 de la OIT, que firmó Argentina junto a 160 países, en busca de eliminar las actividades “ilícitas que pongan en peligro el bienestar físico, mental o moral de los niños”.
El trabajo infantil constituye una grave violación a los derechos de los niños y persiste en Argentina como un reto de gran magnitud. Es necesario buscar respuestas entre todos; seguramente el camino será largo, pero los niños ya empezaron.
*Nota publicada en la Revista El Cruce
AUNO