El baile de los abrazos

Cuadras adentro de Banfield, unas cuantas, casi al llegar a la cancha del Taladro, una casa común y corriente reúne a subcampeones mundiales de tango, historiadores de canciones y una bailarina de danza expresiva. El encuentro de los cuerpos en goce demuestra que el 2×4 sigue vivo, como en cada milonga que se abre.

Adrián Emanuel Barrera

—Vos tenés que hacer lo que te diga tu panza, la boca del estómago— Cacho apoya sus dedos índice y mayor donde me dice y aprieta.
—¿Qué tiene que ver el estómago?- le pregunto curioso.
—Te voy a contar algo: el tango, el flamenco y el blues nacieron del hambre, por eso los tres se sostienen en la historia, pero además se sienten en la panza.

De todas las milongas que visité, ésta podría ser la más particular: es en una casa ubicada en General Palacios 1221, en Banfield, que podría pasar por cualquier otra, pero a diferencia de las demás, se reconoce al instante por un cartel fileteado que reza “Milonga La Banfileña”, con una bandera argentina detrás y la música que se escucha desde la vereda. Ricardo, el cuidador, es el encargado de abrir la reja y de indicar el camino. En menos de diez pasos se llega al patio, allí los colores se apagan, el escenario se torna sepia: un auto antiguo en un garaje de doble entrada es lo primero que se ve y al lado un quincho de dos ambientes. El de la recepción iluminado y el otro más oscuro, donde los comensales cada diez minutos se paran para disfrutar de una tanda de tres canciones a puro tango.

El salón está lleno. Nadia, la recepcionista, me promete que apenas se libere algo cerca de la pista me avisa, así que veo todo desde las mesas del lado luminoso de la milonga. Lejanas a mí, las parejas se van a parar contentas a bailar, pero es un baile diferente al que vi a lo largo de mi recorrido por el mundo tanguero: todas las parejas bailan con la intención de exhibirse, están vestidas para eso;  las mujeres zapatos taco aguja y vestido, los hombres saco, corbata y zapatos lustrosos. Un pibe tiene una camisa a rayas, con un pantalón pinzado y un chalequito bien entallado. Yo de pantalón cargo y un pullover viejo que era de mi papá: soy sapo de otro pozo.

Carlos Estigarribia es alto y de porte ancho, tranquilamente podría ser un boxeador o luchador de MMA. Pero no, es bailarín y no cualquiera: es el subcampeón del Mundial de Tango y tricampeón Metropolitano.

—Empecé a bailar hace veinte años por obligación.
—¿Por obligación?
—Mi hermana necesitaba compañero y el único que estaba al pedo, con 16 años, era yo.
—Y… ¿Antes no escuchabas nada? ¿Qué sabías del mundo del tango?
—No me gustaba porque para mí era cosa de viejos. Con el tiempo lo que te va atrapando es la música.

Entre pregunta y pregunta, la tanda se pasa, entonces Estigarribia corre de nuevo a programar otra. La Banfileña es una milonga de gente joven, aunque las edades tiran más de 30. Son poquitas las personas que a la vista tienen veintitantos, son más las que tienen casi treinta y de ahí para arriba.

—Siempre hubo gente joven en el ambiente del tango, pero no se la veía en las milongas. Hoy toda esa gente joven se anima a ir- comenta el subcampeón cuando se sienta de nuevo.
—¿Qué le suma esa nueva juventud?
—La soltura distinta en el baile. Trajo mucha amplitud en la danza.
—¿Qué es lo que más cuesta cuando se empieza?
—El abrazo cuesta mucho más que el hecho de bailar en sí. ¿Vos bailás?
—No sé.

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Me avisan que se desocupó una mesa así que me muevo al otro escenario: el salón de la pista. Las luces son tenues todo el tiempo, se oscurecen cuando la tanda arranca. Me quedo en una mesa justo al lado de la barra, soy el único que está solo, las demás mesas reúnen a grupos de personas que la pasan bien. Me compro una birra y salgo a fumar al patio. Ahí está Cacho: alto, de saco y su corbata blanca perlada. Fumo al lado de él y hablamos. Hace cinco años que conoce el tango como danza, siempre fue historiador de las canciones. Cuando habla de los bailes con su señora se le ilumina la cara.

—Puedo bailar con alguien más, pero con mi compañera siempre va a ser diferente — sonríe mientras tira el humo.
—Eso porque los dos saben. En mi caso yo apenas sé y siento que mi pareja me perdona bocha de cosas.
—No tiene nada que ver: es preferible un principiante obstinado a un virtuoso indiferente. A tu compañera nunca le vas a ser indiferente y ella lo siente, en la panza… Me voy adentro, pibe. Hace frío.

Cuando entro pienso en lo que me dijo Cacho, en cuánto me gustaría al levantar la mirada ver pasar a Amanda por el ventanal camino a la recepción, pero no va a pasar. Los tiempos no nos dieron).

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Son varias las tandas que pasan hasta que hablo con alguien más. Una chica me pide la silla porque su grupo de amigos no tiene lugar, le digo que se la lleve, pero se queda y empezamos a charlar. Es flaquita y alta, con una sonrisa luminosa: se llama Carla, tiene 37 años y estudia danza expresiva. Mis piernas tiemblan con cada pregunta porque sé que va a pasar lo que fui a hacer: bailar en una milonga después de un mes de clases. El tango es el tema de conversación principal. Ella trata de explicar lo que siente cuando está en la pista, pero es complicado porque bailar significa justamente entender un lenguaje que no incluye las palabras, esa lengua que tiene “energía de vida en movimiento”, como solía decir Lucía Rinaldi, mi profesora de los viernes.

—Me voy a fumar un pucho ¿Querés bailar la próxima tanda? —-pregunto con las palabras atropelladas por los nervios.
—¿Querés bailar? Aprovechemos ahora que está (Carlos)Di Sarli, con él aprendí porque es suave.

Guardo mi último pucho en el bolsillo de la campera. Me pongo más nervioso de lo que estaba y no puedo evitar sonreír tontamente. Miro el vaso de cerveza en la mesa: está vacío, ni siquiera un trago me va a salvar del momento que fui a buscar. Todos los pasos que vi hasta el momento son elegantes, tienen sutilezas y yo… terminé las clases hace un mes, más o menos, y de ahí nunca más bailé o intenté hacerlo. En sólo segundos me encuentro frente a Carla, frente a sus ojos que escrutan mis nervios de pies a cabeza, entonces sonríe. Trata de dejarme tranquilo: “Con el paso básico podés bailar toda la noche si querés, no necesitas más”.

Lucía nos explicaba que el abrazo es fundamental para poder bailar bien un tango, de ese encuentro de los cuerpos nacen las intenciones de cada una de las personas. Estigarribia también destacó la conexión que se forma, el lazo que se establece con el abrazo, que con los extranjeros cuesta más porque “son más fríos”. Y yo me encuentro en esa situación de dar uno y de entender todas las cosas que se expresan con él, o no.

De los nervios abrazo rápido a Carla, pero no hay apuro. Ella se toma su tiempo para acomodarse, para que midamos en qué pie está el peso para poder arrancar. Mi pierna izquierda se mueve con una leve inclinación al mismo lado, hago lo mismo de nuevo, pero con la derecha, y escucho su voz en la oreja: “Siempre derecho, no vayas para los costados”. No me reta, lo dice divertida. “Esto es proyección y deslizamiento: cuando estiras el pie proyectás y después te deslizás para hacer el movimiento”, aconseja. Me relajo y lo hago, una o dos veces hasta que caigo de nuevo y me muevo para el costado. “Es como que bailo vals”, le digo un poco frustrado y ella se ríe: “Caminá, es sólo caminar”.

Termina el primer tanguito y con él también el abrazo. Cuando suena “Bahía Blanca” nos encontramos más alejados: ella muestra y yo la sigo. No logré comprender ese lenguaje que requiere la interpretación del cuerpo ajeno en silencio. Aun así, en la boca del estómago me pasa algo. No me frustro, sino que la situación me da algo parecido al hambre del que habló Cacho, pero es el hambre de aprender todo lo que me explica. Escucho todo lo de técnica, pero ella se da cuenta de que es “demasiada información” para este momento así que nos dedicamos a tratar de que salga algo. Este otro tango también se termina y empieza a sonar el siguiente, es una tanda de cuatro temas, pero para mí ya fue demasiado. La abrazo, le agradezco y me voy a sentar.

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Miro a las parejas que bailan en círculos, que se entienden y disfrutan. Que desprenden sensualidad cuando se mueven con los ojos cerrados y franelean sus piernas. Pienso en que tenía que haber practicado algo aunque no pudiera ir más a las clases, pero también pienso en que pudo haber sido peor y que, por el momento, el papel de aprendiz me da la impunidad de robarle momentos graciosos al tiempo. No es mucho lo que puedo pensar porque a los minutos llegan dos amigos de Carla. Son pibes copados. Con uno de ellos salimos a fumar.

—Este soy yo, mirá —señala una parte de su remera: la imagen de una pareja de baile sobre una tabla de longboard. Es una remera de la milonga Malambito, de Temperley.
—Oh, qué bien la Malambito, pero ¿qué tiene que ver el longboard con el tango? —pregunto muy curioso.
—Hago longboard-dancing: bailo tango sobre la tabla. Mirá —saca su celular y me muestra cómo lo hace.

Alan cuenta que hace seis años empezó con el baile y que hace poco se animó a más sobre la tabla. Es modesto, dice que no sabe mucho, pero cuando saque a bailar a Carla va a sorprender con sus movimientos, con el entendimiento de su cuerpo con el de ella: cuando giren con los ojos cerrados se va notar el disfrute de un tango bien bailado. Me voy a quedar con varias de las imágenes en sepia que me van a regalar cuando pasen cerca de mí: sus sonrisas embelesadas por el goce y el sentir de las melodías de la tanda.

Pido un Uber para volverme a casa. El pibe es silencioso y me permite pensar en todo lo que pasó desde que llegué a La Banfileña. Pienso el motivo que me llevó a volver de una milonga un sábado a las 4. Recuerdo a Martín Caparrós diciendo en Animales sueltos que “no hay tango en Buenos Aires desde hace cincuenta años” y compruebo que está vivo en cada pibe y piba que va a la milonga, que busca tener un contacto diferente con los demás. Que tiene hambre y se devora a zona sur con cada milonga nueva que se abre. Que vive en el joven violinista de Derrotas Cadenas, Bruno Giuntini, que quiere “cagarse en las convenciones y buscar un lenguaje propio”. Que vive en un subcampeón mundial de tango de apenas 36 años escondido en el Conurbano, en historiadores como Cacho. Que se mueve grácil como cuando Lucía Rinaldi muestra los pasos en su clase. Que hay tango y que está tan vivo que baila sobre una tabla de longboard.

*Nota producida para Taller de Periodismo Gráfico.

AUNO-13-07-2018
AEB-MDY

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