Me perdí la marcha. Subo corriendo al tren pero mi novio me avisa que ya están desconcentrando. Son las cuatro y media de la tarde. “Bueno, voy directo a tu casa”, le digo. Espero la línea B del subte, que me deja a dos cuadras. Cinco minutos, nada. Diez minutos, nada. El subte no viene. “La D te deja cerca”, me dice él, “bajate en Facultad de Medicina”.
Ahí me bajo y nos encontramos, nos miramos las caras tristes que tenemos desde el martes cuando encontraron el cuerpo en el río, ese cuerpo vacío, frío, sin identidad. Así salimos por la boca del subte, de la mano. Damos la vuelta a la esquina y veo gente reunida, flores. Viamonte y Junín. “Acá es la morgue donde está Santiago”, me dice mi novio.
De repente los carteles, los colores de las flores, la gente con la mirada fija en las paredes de la Morgue Judicial, solemnes, cobran sentido. ¿Era acá? No lo sabía. Con mi poco conocimiento de calles las calles porteñas, estaba perdida. Y de repente encontrarme a mí misma ahí, en el lugar donde el cuerpo vacío, frío y sin identidad de Santiago Maldonado era abierto y examinado de todas las maneras imaginables me pegó como una piña en el medio del pecho.
El llanto me ataca sin avisar y con mi compañero nos dimos un abrazo de esos que en el dolor juntan las partes rotas de lo fuertes y apretados que son. El primero de varios que nos dimos estando ahí, mirando a Santiago a los ojos, esos ojos intimidantes y serenos a la vez, que observan todo desde las paredes en réplicas de papel. Y con ellos, las cartas y carteles, cientos.
Unos gritos nos sacan de nuestro trance: una mujer mayor se pensó que era una buena idea discutir con algunos de los que, como nosotros, frenaron por un rato su tarde de sábado para llorar a Santiago. A los gritos, sí, porque parece que molesta mucho que sintamos dolor y angustia por un pibe que le ponía el cuerpo a sus ideales. Un pibe que asesinó la Gendarmería.
Nos acercamos a la puerta de la morgue haciendo una panorámica de los carteles que rezan mensajes para Santiago y su familia. Fotos. Velas. Dibujos de trazo infantil. Personas en silencio, paradas con las manos en la cara o en el pecho y lágrimas que caen a montones. Algunos con sus hijos: les enseñan del amor y la empatía en ese silencio, en esa vela que encienden y colocan junto al resto de las que se consumen desde anoche sobre las baldosas y se apagan de a poco con el viento. Pero que vuelven a encender constantemente los que se acercan a dejar el llanto o el aliento en la fachada de ese lugar lúgubre que ahora se llena del espíritu del “Brujo”, como le decían los que lo conocieron.
Yo me animo y dejo una carta. Me cuesta. No lo tenía previsto: la había escrito ayer, en la facultad, un rato antes de esa puñalada con la que Sergio nos atravesó cuando dijo que reconocieron los tatuajes. Pienso que esa carta seguramente va a ser tirada a la basura, que no la va a leer nadie, que los canallas que se encarguen de desmantelar ese santuario improvisado van a ser los únicos que la vean y la descarten con las demás. Pero no me importa: hace tiempo tengo ganas de dejarle un mensaje a Santiago, y me desprendo de ese pedazo de papel cargado de mis emociones como dejando un pedazo de mi corazón. Elijo un hueco detrás de un cartón con su foto, como para que desde ahí él pueda leerla más fácil. Esas cosas con las que uno se consuela cuando en el fondo sabe que nunca más va a poder leer o escuchar las palabras de amor que le dedicamos.
Ya acercándonos al otro extremo del altar callejero nos detenemos en un sector donde hay muchas velas. Una mamá con su hijita ponen una y ayudan a encender algunas que se apagaron. Quiero acercarme y hacer lo mismo, pero me da pánico. Como si por tocar esas velas todo se volviera más real. O tal vez porque siento que estaría invadiendo algo sagrado, místico: ¿será que en ese fuego vive una parte de su alma?
Pero tomo aire y agarro una vela, trato de encender una, dos, cuatro tratando de hacerlas aguantar el viento que apaga la llamita débil que quiere hacerse grande. Algunas no pueden. Las acomodo para que queden a resguardo y duren, aunque sea, un rato más.
“Me siento mucho mejor acá que en una marcha”, le digo a mi novio. Y sí: ese momento de intimidad y cercanía compartida con desconocidos que se hermanan en el llanto es algo muy distinto. No me arrepiento de haber llegado tarde a la movilización: no nos hubiéramos topado con esta escena.
Nos vamos y en la esquina está lleno de policías de la Federal. Me muerdo el labio, la lengua, la boca, me muerdo la bronca que me invade y que me brota en lágrimas porque tengo ganas de decirles de todo, pero no puedo. No porque no quiera: porque es peligroso, porque aunque me pese Santiago nos dejó una prueba siniestra de lo que pase si gritás tus ideales enfrente de las fuerzas represivas.
Llegamos a destino después de una caminata silenciosa por las calles de la Ciudad, agarrados de la mano y sabiendo que nos tenemos. Y cuando entramos al departamento, nos abrazamos, de nuevo, en ese enlace tremendo de los que sabemos que podría haber sido uno de nosotros.
“Si a vos te pasara algo yo no te dejaría de buscar nunca”, le digo como puedo a mi compañero. Y él sabe. Los dos sabemos, porque él haría lo mismo. Así como hizo Sergio. Así como lo hubiera hecho Santiago con cualquiera de sus hermanos de sangre y de alma si le hubieran dado, aunque sea, la oportunidad de vivir un poquito más.
AUNO 21-10-2017
MJ-AFG