«Vos ya estabas durmiendo, pero anoche nos dijeron que murió gente»

Un cronista de AUNO revive la noche maldita en la que dos personas murieron durante un recital del ex líder de Los Redonditos de Ricota. En Olavarría hubo más de 300 mil personas, con importantes fallas en los controles y desbordes.

Edgardo Emilio Nuñez

“Me llegan perfumes de la tempestad…”

Los vidrios del auto están mojados, transpirados, como si el auto tuviera vida propia. Hasta parece verlo inhalar y exhalar. Somos cinco durmiendo incómodamente y ya agotamos cada milímetro cúbico de oxígeno y estamos hace rato respirándonos unos a otros. Todos se despiertan. Todos orinamos en el mismo paredón. Nosotros y miles de desconocidos lo usamos como baño desde hace dos días. El olor agrio parece quedar impregnado hasta en el pelo.
Desde que llegamos los teléfonos murieron, las líneas estaban saturadas. Mucha gente ya se fue. A lo largo de la noche y mientras intentamos alejarnos del centro y buscamos una salida a la ruta, empiezan a llegar mensajes. Nos preguntan si estábamos bien. Varios mensajes. Muchos mensajes. Me parece extraño y lo comento con los demás. “Vos ya estabas durmiendo, pero anoche nos dijeron que murió gente”, me contestan.

“Estás cambiando más que yo, asusta un poco verte así…”

La respuesta termina de cerrar un ciclo de interrogantes sobre lo que fue una noche demasiado extraña, muy incómoda por momentos. Incómoda por falta de un montón de cosas, pero sobre todo de control. Esa, como mínimo, es la respuesta lógica a lo que pasó. Necesitábamos que nos controlaran. O controlarnos nosotros. En todo caso, ninguna de las dos cosas sucedió. Las desprolijidades fueron sumando puntos para marcar una noche histórica en el rock argentino. Histórica para mal.

Llegar a Olavarría llevó horas, muchas horas. Todo se movió a paso de hombre. Se podía bajar del auto, sacar unas latas de cerveza de la conservadora, armar un fernet y volver a subir sin que la fila avanzara. Se veían demasiados vehículos, demasiados micros. Coches que convirtieron en tercer carril a una banquina enlodada por la lluvia. Todo se hizo más lento cuando un micro cayó en la zanja por intentar hacer lo mismo y dejó a todos los pasajeros bajo el agua y haciendo dedo.

La entrada a la ciudad estaba colapsada. No había señalización que marcara dónde quedaba “La Colmena”, el predio donde se montó el escenario. Se veían coches y micros estacionados que ya habían resignado la cercanía y quedaron ahí varados. Se avanzaba por donde se podía. Los vecinos, que se asomaban en las veredas, miraban con curiosidad cómo “las bandas” de hombres y mujeres tomaban cualquier lugar y lo hacían propio. Esto no es nada nuevo. Lo mismo pasó hace un año en Tandil, pero como todos al final coinciden: así, pero “un poco menos”.

Nosotros dejamos el auto lo más cerca posible. El vendedor de choripanes de la esquina nos dijo que hasta el predio había ocho cuadras (en realidad fueron quince y muy largas). Compramos algo para comer y caminamos un rato. Asombraba la cantidad de personas que había. Es casi imposible describir la sensación de ver tanta gente junta. Se me ocurre compararla con la procesión a Luján. Y no es casual que se utilicen las palabras que aplican para referirse a la religiosidad. Acá encajan a la perfección. Es que se vive de esa forma. Todos van con la convicción de ver a esa figura que algo marca, que algo dice. Son los caídos, los excluidos de cualquier otro lugar, que un día al año son iguales a todos lo demás. Ese espacio de libertad permite tomar todo, fumar todo y usar cualquier cosa para fisurarse un poco más. Pero, por sobre todo, la idea que sobrevuela entre los fanáticos es que “él me vea a mí”. Esa es una de las respuestas que da una pequeña explicación del porqué de la desesperación, el porqué de la avalancha de impulsos que salen de las entrañas y nos hace siempre dar un paso más adelante. Y a veces adelante sólo hay tragedia.

“Las pirañas vos creés, que no se comen nunca entre sí…”

El camino al predio está marcado solamente por el tránsito de gente: se sigue a los que van para el mismo lado. Se salta, se canta, hay abrazos con gente que está para lo mismo que vos. Y en esto hay que ser sinceros: hasta ese momento no se siente nada raro. Era lo mismo que pasó siempre. No se ven peleas, no se ven los saqueos ni los robos. Hasta las 20.30 parece todo normal.

La entrada de “La Colmena” está llena de barro. Muchos caen, otros ríen. Se ve a lo lejos un campo que está rebalsado de gente. Más atrás se divisan luces de las torres de sonido. Cuando entramos estamos a cincuenta metros de la última torre. No se puede avanzar más. Llegamos sin que nadie pidiera la entrada. No se vio a nadie de la organización. El que llegó entró sin pasar por una mínima revisión. Y esto marca el primero de los debates: ¿está bien que sea así? La lógica ricotera hace pensar que sí, que siempre va a ser así porque es la forma. El Indio Solari, en una entrevista, aseguró: “Mi público no es un público obediente”. La gente que no tiene entrada es más peligrosa afuera intentando entrar que adentro. Esto se vio en los primeros recitales que hizo como solista en La Plata, donde hubo detenidos, balas de goma, piñas de los muchachos gigantes de la seguridad privada. Es difícil saber ahora si la tragedia se pudo haber evitado si se pedían las entradas en la puerta. Pero es innegable que sumó como error, como todos los otros errores que se fueron acumulando para llegar al peor resultado.

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El recital comienza con “Barba azul vs. el amor letal” y la fiesta está en marcha. Todos bailan. Todos cantan. Unos 24 minutos después comienzan los problemas. Los pedidos del Indio a todos para que “se corran dos metros para atrás, porque hay gente caída”. A partir de ahí, el recital se vuelve pausado, lento, frío. Se interrumpe unos veinte minutos. El Indio dice: “Son siete tipos que están rompiendo las pelotas. Alguien tiene que ir a sacar a esos boludos”. Pide que venga Defensa Civil. Luego ordena que “prendan las luces, por favor”. Nadie entiende bien qué es lo que tanto le molesta a la banda. Las pausas son grandes y desde las últimas torres ni siquiera se ven las pantallas. Nada hace pensar que en un segundo la tragedia sería lo que se recuerde por siempre de esta noche. Nada hace pensar que el predio colapsó, y mucho menos, que las avalanchas humanas y el agobio por la falta de aire iban a dejar muertos.

Suenan a cuenta gotas clásicos como “Ropa sucia”, “Héroe del whisky”, “Etiqueta negra”, “Babas del diablo” y “Esa estrella era mi lujo”. El Indio cada tanto da unas palabras de afecto. Recuerda a las Abuelas de Plaza de Mayo y sugiere que los que tienen dudas de su identidad se acerquen a ellas. Habla en contra de la baja de imputabilidad de los menores de edad. La gente aplaude. Y se escuchan gritos de “vamos a volver”.

El recital, sin que nadie esté listo, termina muy pronto. El Indio dice que ahí arriba se están “muriendo de frío”. Llega “Jijiji”, la gente salta como siempre, el pogo más grande del mundo estalla en el barro del predio. Todos estallan los unos contra los otros. Se remata la canción con “Mi perro dinamita” y todo termina cerca de las 0.30.

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Empieza la reversa de la peregrinación. En medio del caos, hay que seguir como siempre a los que caminan para el mismo lado. Por momentos nadie avanza, estamos todos apretados. *Hay silbidos, gritos, se ven policías, los únicos que vemos en toda la noche, que cortan una calle. Después de casi una hora y media de caminata llegamos al coche embarrados y muertos de frío y sueño. Unas horas después escucho: “Vos ya estabas durmiendo, pero anoche nos dijeron que murió gente”.

“Por una lluvia que realmente moje…”

“El último recital del Indio”. Al menos eso era lo que se habló durante todo el domingo. Ya nadie confía en que se pueda volver a realizar otro show sin que ocurra nada. El mito creció con los años y se devoró a sí mismo, dándole un triste final, al menos por el momento, a los espectáculos pagos más multitudinarios que un artista haya podido realizar en la historia de la Argentina.

Las cifras que se manejan sobre la cantidad de espectadores hablan de que hubo más de 350.000 personas. El espectáculo, dicen, estaba preparado 200.000. Dos hombres murieron y más de veinte tuvieron que se atendidos de urgencia en el hospital municipal. Hubo disturbios en la terminal por las miles de personas que quedaron varadas en Olavarría: los micros se fueron y los dejaron abandonados a cientos. El municipio puso camiones para sacarlos. Ya nadie los quería ahí.

El camino a Buenos Aires fue tan lento como la llegada. La gente en la ruta haciendo dedo era muchísima. Uno que seguía borracho a las ocho de la mañana hacía referencia al recital de Los Redonditos de Ricota que se prohibió hace 20 años en la misma localidad. Gritaba en la rotonda “Olavarría está maldito”.

AUNO 13-03-17
EEN-MFV

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