Antes que nada, y ya que se se trata de las primeras imágenes:
Para quiénes en los años ’80 fuimos adolescentes y jóvenes es impactante ver otra vez las imágenes de una ciudad que ya casi no existe (sin el “casi” también), sepultada durante la anterior debacle neoliberal y fundada otra vez encima; una versión local de la ciudad de México arriba de Tenochtitlan, la gran capital azteca.
El encuadre en una de las escenas deja ver una colita del cartel del Gran Lomas, el cine que después fue shopping, y bingo; el cartel entero de Vietato (una manzanita), el bar de Meeks donde llegamos a ver alguna final codificada; el letrero de la Munich de la avenida; el restaurant que decían (debía ser verdad) que en los últimos años era de Herminio Iglesias.
En los primeros-primeros segundos pasa el tren: un Toshiba de los que todavía circulan algunos, pero con la pintura original, el blanco y las franjas verdes y anaranjadas abajo.
El registro casi único (sin el “casi” también) de una ciudad que ya fue, funciona en esta ¿película? ¿documental? ¿video? como un recurso para disparar la narración. Un contraste. Las imágenes del nucleo bullicioso y que se plantea pujante de Lomas de Zamora avanzan bajo el título Centro.
Enseguida cambia por el título Periferia y estamos en Ingeniero Budge.
Estamos, se filma, en 1987/1988. Ahora estamos en 2017 ¿Y no es lo mismo pero es igual?
Este lunes 8 de mayo se cumplirán los 30 años de la Masacre de Ingeniero Budge. Si no fue el primer caso de un brutal crimen policial en democracia, fue de los primeros. Tres policías, entre ellos Juan Ramón Balmaceda, el suboficial que controlaba la calle, mataron a tres muchachos que tomaban cerveza en una esquina, Guaminí y Figueredo.
Agustín Olivera, de 26 años, Oscar Aredes, de 19, y Roberto Argañaraz, de 24.
Era de nochecita, no de noche, hubo testigos. El intento de los policías de hacer pasar el hecho como un enfrentamiento (les plantaron armas a las víctimas) fracasó. Un abogado de larga tradición en los Derechos Humanos, Leon Toto Zimerman, se puso la causa al hombro y la dio vuelta.
Con honor militante, Zimerman (murió dos meses antes del aniversario número 20 de la masacre) diría que quienes lo lograron fueron los propios familiares y vecinos, que se armaron de coraje y transformaron la bronca en movilización. La primera (en este caso sin dudas) como respuesta a un episodio de violencia institucional de semejante magnitud y con esas consecuencias.
Que a los asesinos los mandó presos el pueblo.
Todo esto acaba de llegar a la larga cola del presente que es You Tube. Ahí está hace unos días Budge pregunta, seguirá preguntando, del grupo “Se puede, se debe”, de 1987/88.
Al final aparecen los agradecimientos, que dicen: “a todos los que de una u otra forma posibilitaron este video”.
Y hay uno pocos datos más, salvo el crédito:
Realización: Tulio Cosentino.
La misma persona que 30 años después atiende el teléfono en Roma, con un acento italiano irreprochable, pero en este caso con su nombre verdero: Mario Celestino.
Le pregunto por qué se cambió el nombre y me dirá que tendrá que ser totalmente sincero con esto. Que era una película que no le pertenecía, que la hizo con convicción pero, también, por encargo.
Quedemos en llamar a su obra una “película”, aunque el autor se ponga un poco incómodo hablando de géneros. Consciente de qué es lo que importa, reivindica el acto de la realización: “Lo que se hizo fue documentar un acontecimiento”.
“Bueno —volviendo sobre el seudónimo—, a lo mejor también fue un poquitito por protección. Era una democracia débil y sucedían algunas cosas.”
Celestino se volvió a Italia en 1990: es de allá. Había venido a la Argentina a los 11 años. Terminó la primaria, e hizo la secundaria en el Instituto Lomas. Después estudió cine en La Plata y en la escuela de Avellaneda. Organizaba encuentros de cine debate. Uno de los lugares donde lo hacía era el Colegio de Abogados de Lomas de Zamora.
Ahí lo conoció al Toto Zimerman, que le propuso hacer la película.
Así que con una cámara Súper VHS, una tecnología apenas por encima de la que en esa época podía contar un aficionado, se puso a trabajar.
“Me acuerdo bien de ese barrio y de la gente. Y particularmente de que era gente muy simple, pero muy valiente. Eso lo tengo bien presente: la falta de miedo. Un decir “basta”, de acá no me muevo. Chicos jóvenes muy humildes que se hacian preguntas ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la democracia? Y la paradoja de que en una situación así aprendieron del mundo donde vivían, lamentablemente.”
Para narrar, la cámara panea los cuerpos de las personas entrevistadas. Puntual, Celestino le llama “mostrar la ropa”. Pero parece más que eso. La cámara llega hasta los pies, y en cada caso encuentra lo mismo, el barro de las calles de Budge en las zapatillas.
Hay también un trabajo de archivo con fragmentos de noticieros y programas de TV de la época. Los conductores que viven están muy jóvenes.
La mejor parte es una donde el Turco Sdrech, el periodista histórico de policiales de Clarín, le dice en una conferencia de prensa al juez Juan Carlos Rousseau que se dejara de joder con generalidades y que diera de una vez novedades concretas de la causa.
No dice “joder”: el lenguaje de los periodistas y de los chicos del barrio era otro; otro, o distinto.
Celestino ahora se acuerda del padre de Agustín Olivera, de Antonio,un hombre muy respetado en el barrio. “Un día llevé un trípode para filmar y desapareció. Entonces Olivera salió a buscarlo y a los diez minutos estaba el trípode de nuevo, y estaba el chico que se lo había llevado pidiéndome perdón y explicándome que había pensado que alguien se lo había ovidado ahí”.
Editó el video en el estudio de unos conocidos y se lo dejó a Zimerman. El objetivo era militante, político, de difusión. Así se usó durante muchos años en distintas actividades.
De vuelta en Italia, el realizador trabajó de portero, pero también de camarógrafo, y tuvo algunas incursiones en otros documentarios, como los llama, en italiano.
Estuvo en Argentina en 2014 y piensa volver en 2018. Tiene 67 años. Quizá se quede. No sabe, pero puede ser.
AUNO 05-05-2017
LEO