Lomas de Zamora, mayo 21 (AUNO).- Escenario atípico es el de la sala del Galpón de Diablomundo. La intervención del público y de los actores está invertida desde el espacio: un escenario hundido y un auditorio que mira desde lo alto. En esa lógica, se representó la obra de la directora Miriam González Misteriosos Ecos del Ser, que se atrevió desde el comienzo al fin a desafiar el poder del discurso oral. Sus actrices Mariela Rocco y Leila Kancepolsky exhiben su cuerpo, lo desplazan a través de las tablas. Cada paso hacia delante y detrás, sus miradas al público y entre ellas y sus poses otorgan sentido al desarrollo de la pieza en conjunción de la música y el sutil juego de la iluminación. Inevitablemente, proyecta a redescubrir o reinventar el ser de cada uno, a preguntarse mil veces quiénes somos. Una función incómoda para el espectador contemporáneo, aquel que busca ser cautivado solamente a través del lenguaje verbal.
La invitación a dar sentido al lenguaje no verbal no tardó en aparecer sobre el escenario. El baile, la danza, la música y las prácticas rituales que afloraban se imponían poco a poco sobre el discurso. Y las palabras que se pronunciaban no hacían más que reafirmar o resignificar la codificación del lenguaje corporal. Las palabras estuvieron relegadas, fragmentadas al servicio de las técnicas corporales.
La presencia hegemónica de la manifestación del cuerpo no fue solamente una técnica teatral para contrastar con otro tipo de teatro, uno más lineal, sino que buscó apelar a zonas intelectuales no desarrolladas en el público. Así, Misteriosos Ecos… no fue una mera confrontación a una corriente teórica teatral en pugna, sino que fue el llamado a re-despertar el sentido de la vista y de la audición. Creó una nueva manera de sentir y de asistir el hecho teatral. Buscó recuperar al cuerpo como un todo, armonizar las palabras del acto poético, que es el teatro, con la corporalidad de las actrices.
El espectador, absorto en la dinámica vanguardista de la obra, pudo molestarse de a ratos si no comprendió que los textos estaban en segundo plano, donde lo más trascendente son las preguntas y las dudas que resuenan en su mente. En el devenir escénico, fueron las máscaras, los atuendos, la hamaca colgante, la mujer esqueleto, los que otorgaron linealidad a la obra. La interacción entre esos elementos se tejió armoniosamente a través de la actuación de las enmascaradas Leila y Mariela.
Una escena, a mitad de la representación, pareció motivar la atención. Una silla hecha de hilos colgada en un extremo cerca del público tomó el primer plano. Ese fue el espacio donde una de las enmascaradas se meció con un pequeño esqueleto en sus manos. Miró hacia un horizonte y se compenetró en su juego. Movió las manos del muñeco sin carne ni músculos. Lo hizo danzar, lo incorporó en su ritual, en tanto que las luces yacían sobre el pequeño esqueleto. Uno de los tantos momentos donde se interpelaba ese otro sentir de los espectadores.
“¿Quiénes somos?”, es una de las tantas posibles preguntas que se podría formular el espectador. Danza, ritos, misterios, seres que parecen surgir y luego desaparecen. La creación es misterio, los ecos del ser también. La sutil pieza de teatro cuestiona, pregunta, interroga lo incómodo: la construcción de la identidad. En definitiva, quitarse las máscaras y demandarse por nuestra esencia, que lejos está de ser distinguida por nuestro lenguaje verbalmente articulado.
EV-AFD
AUNO-21-05-12