Historias en situación de calle

Alberto fue enfermero universitario y siente que no merece estar en esa situación. Julio quedó en la calle hace cuatro años. Cristian probará suerte en una panadería. Tres historias en la capilla que les da de comer.

Edgardo Núñez, Sebastián Osinaga y Gabriel Santana

Lomas de Zamora, septiembre 09 (AUNO).- Alberto ya cenó, sale por la puerta y le preguntan si ya llenó la encuesta del censo() que se está haciendo hace dos días. Responde que sí pero hace unos diez días. Le contestan que es imposible. Comienza una discusión de 10 minutos sobre sí la había hecho o no. Le proponen hacerla, él responde que no, no le interesa, y a cada argumento le agrega una queja de su vida. ¿Las quejas?, está en la calle hace nueve meses, siente que su estado físico y de salud se está yendo por un caño, bajó de peso, tiene 60 años y lamenta no estar preocupándose por su jubilación y descanso. En vez de ello, lucha por un plato caliente todos los días y eso lo ahoga, le saca el aire como una patada en el estómago, lo desespera, siente que está con el agua al cuello y cada día se hunde un poco más. ¿Quién se ocupa de él? Ahora, nadie.

Son las 20:40 en Temperley. La capilla está abierta desde las 19:30 recibe gente. Ubicada en Santa Marina de Oro y 14 de Julio, hoy es el punto de reunión de las agrupaciones que reparten comida. Mañana, será otro, aunque este, al tener un comedor cerrado, es perfecto para una noche bastante fría.

“Fui a la Municipalidad de Lomas, me paré en una columna y a los gritos pedí que me ayuden. En una oficina me tomaron los datos pero no pasó nada”, cuenta Alberto. Y quizás nada pase.

Es, según él, enfermero universitario y siente que no merece estar en esa situación. Perdió todo, hasta la paciencia. Después de hablar un rato, de desahogarse, de que cuatro personas lo miren a los ojos y le presten atención, decide llenar la encuesta.

Las agrupaciones junto con voluntarios recorren las calles en busca de gente sin hogar, intentan cuantificar la problemática pero no para enfriarla, sino todo lo contrario. El reclamo al Estado para que se cumpla con la Ley provincial 13.956() debe ser colectivo, debe tener el espeso número real, con demandas y necesidades reales de quienes fueron quedando en la calle.

En la capilla hay otras 30 personas que también están cenando, esta noche hay pastel de papa, jugo y pan. En la punta de la mesa está sentado Julio, tiene 35 años pero no lo parece; es morocho, tiene el pelo corto y una parsimonia norteña al hablar que convence. Quedó en la calle hace cuatro años y desde ese momento su vida es buscar cómo sobrevivir en la hostilidad. Va rotando su paradero conforme se mueven los comedores, las duchas, las changas, el peligro, el miedo, el frío… la soledad.

Julio vivía en Quilmes, una disputa familiar los dinamitó y todos, como esquirlas de una granada, tomaron caminos diversos. Sus padres se fueron a distintas provincias, él quedó aquí con la esperanza que de pronto todo mejore. Lamenta que la ayuda sea únicamente cuando sucede algo, como las elecciones o las épocas de frío polar.

Cuando el estadio de River se habilitó para recibir a personas en situación de calle, Julio fue con otra persona, pero el lugar ya estaba cerrado. Por no quedarse con las ganas de conocer el interior del club de sus amores, caminó todo alrededor, maravillado con la inmensidad del Monumental, sin prestarle atención al frio, sonriendo con su boca despareja y olvidando que esa noche no tenía donde dormir.

Frente a él, esperando su plato de comida estaba Cristian. Rubio, de ojos claros, tipo miel, apenas 20 años. Se crió en la zona de Claypole, donde aún está su familia. “Ellos su vida, yo la mía lejos”, dijo. Se está quedando hace un año en la estación de Temperley, antes trabajaba en un lavadero de autos pero cuando terminó no pudo pagar más el alquiler y quedó en la calle. Se queda con una amiga, que está sentada al lado pero no habló ni una sóla palabra, parece no tener ni 20 años.

Sobreviven como pueden. Cristian piensa que es muy difícil salir de la calle, el sólo hecho de no tener una dirección, ropa limpia y ni siquiera un teléfono para que lo contacten convierte la situación en un espiral infinito. Un espiral que siempre arrastra para abajo y siempre lastima, que no es gratis. Deja ver su cuello y está todo lastimado, cortado; no dice qué pasó y nadie le pregunta. Se ilusiona con una oportunidad que le llegó: en una panadería necesitan a alguien que vaya a limpiar, quizás lo contraten y pueda reiniciar su vida.

Quizás él pueda terminar con esa oscuridad que rodea a las personas sin hogar, una oscuridad que en muchos casos parecía lejana, pero que sorprendió a más de uno.

En lugar de ese romanticismo, esa supuesta “libertad” que da la calle, en realidad es una vida áspera y sucia, sin platos caliente, sin sábanas limpias, con falopa y violencia cerca, con miedo. Todos coinciden en que el Estado los olvidó, y por más que puedan cerrar esa oscuridad y salir de la calle algún día, saben que siempre llevarán las cicatrices, rogando que no vuelva a llegar una tormenta que los tire otra vez de raíz.

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AUNO-09-09-19

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