El retorno, agonía y muerte del general Perón, la presencia de José López y las bandas parapoliciales durante el desgobierno de Isabel Perón; el aniquilamiento de las agrupaciones de la izquierda peronista y de la izquierda en su conjunto, que habían alcanzado un alto grado de inserción social, son algunos de los síntomas de la época.
El asesinato de nuestro compañero Hugo Hansen en las puertas del Rectorado por parte de un comando de la Triple A cuando se defendía la Universidad popular por el desplazamiento de sus autoridades que pretendía concretar el siniestro Oscar Ivanisevich, es uno de los antecedentes inmediatos del funcionamiento de aquella maquinaria del terror que ya se había puesto en marcha.
Las agrupaciones políticas y estudiantiles habían empezado a contar bajas entre sus filas y comenzaban a llegar noticias que, en el mejor de los casos, nos conformaban con saber que algunos compañeros habían sido detenidos pero se encontraban con vida y a “disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN)”, todo esto antes del golpe del 24 de marzo, por supuesto. De otros no había noticias y si las había eran parciales, en momentos en que el terror iba ganando cada vez más terreno.
Comenzaba a hablarse de “exilio”, “desapariciones”, “chupadas”, “fusilamientos”, “allanamientos” y “muertes en enfrentamientos”. Imposible de escindir, la universidad era el fiel reflejo de lo que estaba sucediendo en otros ámbitos de la sociedad. La presencia de grupos de extrema derecha, que luego se sumaron institucionalmente al accionar represivo, secuestraban y asesinaban a dirigentes barriales, fabriles y políticos, como es el caso de nuestro compañero Pablo Musso.
Profesores chilenos de renombre, brillantes, que habían huido de la dictadura pinochetista fueron perseguidos en la Argentina en el marco del Plan Cóndor. A sus pares de aquí no les tocó mejor suerte. María Luisa Lacroix, Rosa María y Alejandro Russovich pueden dar testimonio del exilio interno.
Con el golpe resultó difícil y peligroso continuar en la Universidad y de ello dan testimonio los últimos días del dirigente de la Juventud Universitaria Peronista, Julio Molina, por citar un caso del que puedo dar fe. Julio (el gordo Julio, para nosotros) no quiso creer los tiempos que se avecinaban y continuó participando de las últimas asambleas de las que tenga recuerdo, realizada en el Colegio Nacional de Banfield, a donde había sido trasladada la Facultad de Ciencias Sociales. De la fecha de realización de aquella asamblea no tengo un registro preciso, pero sí sé que fue inmediatamente después del golpe, y que fue interrumpida por un funcionario calvo, a quien acompañaba un grupo de policías de la comisaría 1ª de Banfield. Las puertas del colegio-facultad fueron cerradas con candado y Julio fue claramente reconocido por el funcionario (”-Usted Molina está cursando alguna materia?”, le preguntó) , pese a que se había cortado el pelo, afeitado el bigote y demás detalles “para que no lo identificaran”, según solía decir las últimas veces que lo vimos con vida. Aquel “señor” cuyo nombre desconozco u olvidé con el tiempo era la presencia del poder represivo en las aulas. Julio vive, pero está desaparecido.
Sería injusto, como en los casos de muchos compañeros de distintas agrupaciones estudiantiles que corrieron igual suerte, atribuir a la mera ingenuidad y no a su vocación militante haber permanecido a riesgo de su vida. Es de suponer que sectores ligados a la Iglesia local y a los grupos políticos que aplaudieron el golpe del “#732;76 fueron los que proveyeron de ideología los cambios en los planes de estudio y del nuevo diseño de las tres carreras que hasta entonces habían sido el pilar de la Universidad de Lomas de Zamora, una casa de estudios que lucía novedosa a partir de 1973, convertida en un ámbito para el cambio, como su par de Luján, creada para la misma época, pero con distinto origen. Fue así como en la segunda fila de desaparecidos “#8220;si se permite una comparación- se puede contar a Freud, Marx, Foucault, Fromm, Reich, Mattelart, entre otros.
Un capítulo aparte merece, a mi entender, la necesidad de la dictadura de tener de manera urgente y perentoria una primera promoción de egresados, varios de los cuales “aprovecharon” la ocasión que se les brindaba para terminar sus carreras con sólo presentarse a una mesa de examen y en una semana obtener el título. Tal era la oferta a partir de 1977 ante la inminente inauguración de las obras en Santa Catalina, a la que estaba invitado el dictador Jorge Videla a instancias del Obispo Storni y de su hermano rector, según se sabía.
En las aulas habían comenzado a aparecer personajes como Ivo Párica, un croata colaborador de los nazis que huyó de su país amparado por el Vaticano y disfrazado de sacerdote, y detrás de él toda la conexión Ustasha que hasta los años del régimen perduró (aplacada ya la primera generación de inmigrantes de ese origen) en la comunidad lomense. En los pasillos comenzamos a tener celadores, una forma eufemística de denominar a policías que, ante cualquier contrariedad, mostraban a los alumnos rebeldes una pistola 9 milímetros. Para rendir examen con otro miembro notorio del ala “croata” pero de origen inglés, el fallecido juez James Little, los alumnos varones hacíamos cola en la puerta del aula para prestarnos el saco y la corbata.
La Escuela Normal Antonio Mentruit, a donde se había trasladado la Facultad de Ciencias Económicas era ahora la usina donde se aprendían a recitar como doctrina las recetas de la Plata Dulce del nuevo gurú, Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía del régimen. De la Universidad popular no quedaba nada. En cinco cuadras a la redonda no había lugar para estacionar un auto. Ahora, cuando creo que desprevenidamente se festeja la primera promoción de la universidad “#8220;y sin restar méritos a aquellos que lo hicieron con todos su honores y por capacidad propios”#8221; más de una vez me he preguntado si no merecería ser revisado ese período y hacer un “quién es quién”. Me niego a compartir un palco con ancianos que se dedican a la “rabdomancia” para encontrar la cámara de José Luis Cabezas.
De todos modos, alguno o algunos se han tomado el trabajo de no incluirme en las listas de Egresados, aún cuando haya completado mis estudios y haber sido docente durante al menos dos años, con el regreso de la democracia. Carlos Pesado Palmieri, un hombre de la Iglesia que durante la dictadura ofició de decano, fue el encargado en 1980 de entregarme el título y por lo bajo me susurró “Aguinaga, se lo ganó en buena fe”. Creo que él hablaba de otra cosa, pero en ese momento pensé que ese título no valía nada y que sólo me había quedado para ser testigo y sentir que no nos habían ganado, ni a mí ni a los que ya no estaban.
(*)Jefe de Turno de la agencia Noticias Argentinas/Licenciado en Periodismo egresado de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
renedo dice:
Pues yo creo que quien escribe esto tiene un viejo rencor con profesores de su colegio secundario…