Cuando un arquitecto se para frente a una construcción, por más vulgar que parezca, encuentra características que para cualquiera pasarían inadvertidas. Cuando en una reunión social un psicólogo dialoga con alguien sin profundizar sobre nada, inmediatamente en su cabeza queda diseñado el perfil del interlocutor. A estas conductas derivadas de la profesión que se elige se las llama deformación profesional. A menudo se asegura que el periodista es un escéptico genuino al que esta profesión le ha dado una gran oportunidad. Sin embargo, no sería justo culpar sólo a ella de los vicios que tan naturalmente quedan incorporados sin hacer referencia a los autores intelectuales de esas desviaciones. En este punto es donde merece ser reivindicado el cuerpo docente que estuvo a cargo de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora por 1974, de la mano de su rector Julio Raffo. A ellos debo agradecerles por la impronta que le supieron dar a las cátedras que me habilitaron por estos caminos, sospechados de poder ser transitados con una lectura diferente sobre la realidad, sabiendo que la capacidad del ser humano de interpretar sus propias acciones y las de la sociedad que integra es infinita, aunque no todos la ejerciten.
Un cuerpo docente que fascinó con su inteligencia a las jóvenes conciencias, desparramó su idoneidad con pasión y convicción sobre las mentes abiertas de una generación dispuesta, supo hacer del intercambio de ideas el mayor homenaje a la educación libre y llenó el aire de preguntas sin respuestas despertando la sensación de que todo era posible de ser cuestionado con el propósito de atreverse a dudar de las verdades reveladas para elaborar nuevos conceptos y nuevas formas de construcción de una sociedad. Un grupo. En él seguramente funcionaban mejor, en un país que empezaba una nueva etapa histórica, llena de preguntas sin respuesta pero con el estímulo suficiente para empezar a contestarlas.
Excelencia académica y conciencia crítica, decía el rector que una universidad tiene que comprometerse a brindar y generar. Una universidad pública, claro está, concebida no sólo para clases medias acomodadas o próximas a serlo, como lo es por estos tiempos. Quizás pude entender plenamente qué querían decir esas palabras después del golpe terrorista, cuando llegaron los tiempos en los que alcanzaba con leer nueve hojas de apuntes para aprobar un final de Análisis del Mensaje cuyo titular era el delator Flores, un comisario puesto por las nuevas autoridades. O con las somnolientas horas de impiadosa lectura de Aristóteles en las clases de Filosofía de los sábados por la tarde a cargo del profesor James Little, un fervoroso defensor del nazismo que sin empacho honraba su ideología ejerciendo el autoritarismo de la manera más operativa, es decir, eliminando del programa de estudios toda otra escuela filosófica que no fuera la aristotélica sin ningún pudor.
Los que pudimos continuar la carrera durante los años trágicos, los que paralizados por el miedo vimos cómo las preguntas que habíamos empezado a contestar había que guardarlas para no ser ‘descubiertos’, para los que teníamos miedo de pensar distinto, esos años sirvieron para jerarquizar aún más a aquellos profesores que supieron darle sentido a esta profesión. Profesores setentistas, como hoy se los podría caracterizar, intelectuales brillantes que dio una generación extinguida. A Rosa María, María Luisa, Armando, chilenos queridos, en el día del periodista, gracias por las inquietudes que nos supieron meter en la cabeza con su retórica encantadora, que nos convencieron de que se puede pensar de otra manera, y no sólo eso, se puede actuar de la forma en que se piensa. Gracias a todos, a los que siguen desparramando su sabiduría en otras tierras y a los que ya no están, aunque el siniestro genocida todavía crea que ni siquiera existieron.