Las banderas wiphala colgaban de los árboles, algunas más desgastadas que otras. Los aromas de los alimentos se mezclaban con el de sahumerios e inciensos. Con manzanas, caña y verduras como ofrendas, los vecinos de Lomas de Zamora y Esteban Echeverría realizaron una corpachada, rito ancestral de los pueblos originarios, en la Reserva Natural de Santa Catalina con el fin de agradecer a la madre tierra.
Las palas comenzaron a escarbar la tierra, las lanas y la piedra. La boca de la pachamama (madre tierra, en lengua quechua) esperaba ansiosa que la alimentaran, en el mismo lugar donde desde hace siete años la comunidad de Vecinos en Defensa de Santa Catalina se reúne para celebrarla en inicio de agosto.
Mientras corta el pasto con una pala de punta, Patricia Muñoa, integrante del colectivo ambientalista, recuerda que intentaron realizar la primera corpachada “al margen de la laguna” pero que no los dejaron, y entonces fue “al margen del arroyo”. Al año siguiente fue en el predio de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, donde hoy se ubican las canchas, y en 2011, cuando se creó la Reserva, se mudó a ese espacio verde entre arboles, que sirve de conexión con la madre tierra.
Los vecinos llegaron a la Reserva pedaleando y a pie, solos, en pareja o en familia, para que los más chicos de la familia también tengan contacto con las costumbres ancestrales. Al ritmo del charango y de la caja, el fuego comenzó a crecer. El humo del ritual invadió el claro, que invitaba a la reunión, ya con los alimentos dispuestos para el banquete.
La ‘negra’ Norma Aguirre fue la anfitriona de la ceremonia. El fuego y el humo circulaban entre los presentes dentro de una vasija de barro, mientras los participantes abrían los brazos y se le solicitaba a los vientos el permiso para comenzar la celebración. Como si se tratara de una respuesta, la brisa dio paso a la bruma, y las nubes de la mañana al brillo del sol de mediodía.
Su voz y su caja guiaron el ritual. Explicaba cada movimiento y palabra para que no sea simplemente un acto. Con hojas de coca que transmiten compromisos a la madre tierra, la ‘negra’ fue la primera en ofrendar a la boca de Santa Catalina. Maíz, pochoclos, verduras hervidas, fruta, caña y vino rodeaban las piedras del hueco. Uno a uno, los participantes hincaban sus rodillas en la tierra para darle un bocado a los alimentos y luego ofrendar el resto a la Pachamama. Un sorbo de vino y un círculo tinto para la madre tierra.
“¡Viva Jujuy! ¡viva la Puna! ¡viva mi amada! ¡vivan los cerros pintarrajeados de mi quebrada…!”, dijo al compás de la guitarra para culminar la celebración. Con la Pachamama bien alimentada, los vecinos comenzaron a cerrar el hueco de la tierra con delicadeza y alegría, con guirnaldas y lanas de colores, hasta el próximo año.
El humo ancestral quedó guardado en las entrañas de la madre tierra. Y el momento de las risas dio paso a la solemnidad. Afloraron algunas lágrimas y el recuerdo. A un año del femicidio de Anahí Benitez, los vecinos plantaron un ceibo frente a la estación de trenes Juan XXIII de la Línea Roca, para que la adolescente perdure también como parte de la naturaleza de Santa Catalina. Crecerá y sus flores mantendrán viva su memoria.
El ceibo es protagonista de una leyenda guaraní en la que los conquistadores capturaron a la india Anahí. Una noche su centinela se durmió y ella escapó. El grito del guardia al despertar hizo que la atraparan. La ataron y prendieron una hoguera, pero el fuego no quería tocarla. La noche la protegió, y al amanecer, se había transformado en un ceibo en flor.
“Sentimos que cuando sucedió lo de Anahí se criminalizó al lugar, cuando el lugar no tiene que ver, los culpables son las personas”, asegura Muñoa. El homenaje nació “desde el respeto, defendiendo a la Reserva” que la joven disfrutaba.
Con el sol del mediodía, las palas volvieron a surcar la tierra. El ceibo ahora acompañará a todos los caminantes que por allí transiten, con el deseo de que el color de la flor nacional pueda ser fiel reflejo de la sonrisa de Anahí al defender ese lugar.