Eloísa Cartonera: un emprendimiento que enamoró al mundo trata de sobrevivir

A partir de los efectos devastadores de 2001, el escritor Washington Cucurto y el plástico Javier Barilaro crearon este proyecto editorial cartonero, que hoy sufre por la debacle económica.

Verónica Bertoli

A la salida del subte, el viento empuja unos cartones que la lluvia no terminó de aplastar. Sólo los mueve unos metros; están demasiado mojados como para levantar vuelo. “No sé”, desliza, unas cuadras más adelante, el verdulero de la calle Venezuela. Mira, piensa… “Ah, sí, la de los cartones, allá enfrente”.

Ya no es un paseo obligado para los turistas que buscan algo exótico, tampoco para los medios que iban detrás de una nota de color. Llueve y el candado en la cortina metálica del local de Almagro delata que Eloísa Cartonera tiene sus tiempos, sus días y su lógica. Eso es ahora, sin urgencias de entrevistas. Atrás quedó la época del local de La Boca, visitado por turistas, curiosos y algunos intelectuales de vanguardia.

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Ya pasaron casi 14 años de la creación de esta editorial cartonera, primera en el mundo y modelo de emprendimiento, que se replicó en Latinoamérica, Europa y hasta en China. Existen más de 90 proyectos de sellos en el mundo basados en esta experiencia multipremiada. El proyecto es un modelo de unión entre mundos aparentemente incompatibles: lo que se descarta, lo que sobra y es recuperado por los cartoneros para sobrevivir, y el mundo de la literatura. En el medio, una fórmula que se traduce en cada objeto libro.

De aquellos tiempos inaugurales de la cooperativa sólo permanecen Washington Cucurto, María, Alejandro y Miriam “La Osa”. Ella era cartonera y se fue acercando de a poco al taller; primero con la venta de lo que recolectaba y después con la confección de libros. No leía nada antes de entrar a trabajar en la cooperativa, pero la lectura se le hizo costumbre. Empezó a encontrar la belleza de la mixtura del cartón y las palabras, y a salir de la monocromía de las planchas apiladas, invisibles, para entrar en los colores desbocados de cada tapa.

La lluvia no para y el pequeño local de Almagro sigue cerrado. “Tal vez más tarde”, dice Miriam por teléfono. Ella vive en Florencio Varela.

En el video, filmado en 2008, “La Osa” y Alejandro son protagonistas. Eran tiempos en que los micrófonos nacionales y, sobre todo, extranjeros se acercaban a la Boca. “La Osa” y Cucurto hablan con amor de la editorial, pero ya no tienen la sonrisa prometedora que desplegaban en esas imágenes. Siempre sinceros, se disculpan: “Bueno, a veces no abrimos todo el día, vamos un rato, en el momento que podemos. No se venden libros; se siente la crisis”.

El taller de La Boca, visitado a toda hora, tuvo que cerrar. No podían pagar el alquiler. Hoy cuentan con un puesto en la avenida Corrientes y el pequeño local de Venezuela al 1800, que funciona como taller y punto de ventas, aunque los vecinos no sepan muy bien qué se hace ahí, ni cuándo ni quiénes. Marcelo, el chico que vive al lado, es la excepción. Conoce los horarios y las personas que van a atender según los días. “Cucurto viene mucho, pero cuando llueve no sé, a lo mejor más tarde”, me alienta mientras espera bajo la lluvia que su perrito se decida a entrar.

Hoy son pocos los integrantes de la cooperativa. “No dan los números para más personas” y las que quedan “tienen que hacer otros trabajos para vivir”, cuenta Santiago Vega, el verdadero nombre de Cucurto. Los que están siguen trabajando con la misma modalidad en un sello que puede seguir definiéndose como lo hace Wikipedia: “Eloísa Cartonera es una editorial argentina de las llamadas editoriales cartoneras y una cooperativa de trabajo, ya que sus libros son editados con tapas de cartón comprado a los recolectores informales denominados ‘cartoneros’, además de ser coloreados y confeccionados por personas de bajos recursos”.

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Pero los integrantes de Eloísa lo dicen más lindo: “Ideamos un sistema de trabajo muy sencillo. Compramos el cartón a los cartoneros que los traen ya seleccionados. Los cortamos, los pintamos y le pegamos el interior del libro. ¡Y listo! Así de simple y bello es un libro cartonero”.

Los libros son bellos y muy “colorinches”, como les gusta describirlos. Se nota desde la vidriera del local. La cortina de metal recorta la visión y sólo permite distinguir el “colorinche”. No hay nadie.

A los integrantes de Eloísa no les gusta ser etiquetados como “producto de la crisis” o responsables de “estetizar la miseria”. Se definen como “un grupo de personas que se juntaron para trabajar de otra manera, para un bien común, el trabajo como movilizador de nuestro ser”, escriben en su sitio de Internet.

Su mail se llama Belleza cartonera y su taller No hay cuchillos sin rosas. Hacer algo bello con las propias manos, tomar lo que otros tiran y transformarlo, pero no cualquier cosa. No es sólo rescatar lo que parece inservible y confeccionar un objeto útil, como de una botella de plástico inventar una maceta, no. Es un libro. Y es la belleza de crear libremente, pintar con todos los colores, y es esa libertad la que hace diferente a cada libro. Son únicos; no hay dos iguales. ¿Algo del aura de la que hablaba Walter Benjamín?

UN KIOSCO ENTRE LAS LIBRERÍAS
En la avenida Corrientes hay un puesto de diarios que no vende diarios. Es una librería disfrazada, que emerge de la vereda. Así es Eloísa Cartonera. Diferente. Sus libros también. En ese kiosco, a metros de Paraná, se lucen los libros de autores argentinos consagrados –Fogwill, Tomás Eloy Martínez, Piglia, Casas, Aira o Cucurto–, junto con otros de autores latinoamericanos de prestigio. Tampoco faltan los noveles; la editorial es una oportunidad para autores a los que les sería imposible publicar. Eloísa posee precios accesibles que les permiten editar a los autores y comprar literatura a todos.

El kiosco es un buen punto para exponer esas pequeñas obras tan distintas a los libros convencionales. El lugar es paso obligado para miles de personas. También es la calle indicada si uno quiere comprar el último best seller o aprovechar una oferta en la mesa de saldos, o simplemente hurgar para descubrir alguna joya.

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Para ver el kiosco de Corrientes también hay que esperar, en este caso, a que llegue Juan Domingo desde Florencio Varela. Es joven, viene cargado de cajas y envuelto en una bufanda a lo Bob Marley. Colores… Se acomoda, ordena los libros y recoge su pelo largo en un rodete. Se sorprende un poco por la presencia periodística. Ya no les hacen tantas entrevistas: “Muy de vez en cuando, me parece que antes había más interés”.

El ruido del tránsito y de la gente apenas permite entablar un diálogo. Las voces se elevan: él no escribe pero ahora lee; incursionó en la tarea del taller por un tiempo; dice que cortar, encuadernar y pegar un libro le llevaba 20 minutos, “disfrutándolo”; ahora sólo atiende el puesto a partir de las cuatro de la tarde. “La gente tiene que comprar otras cosas antes que libros”, reflexiona.

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Juan Domingo queda expuesto a las preguntas más insólitas, pero está acostumbrado. Es amable cuando explica en qué lugar se sacan entradas para un espectáculo o el recorrido de un colectivo. Intenta responder todo:

-¿Los turistas compran?
-Miran, pero no compran.

-¿De qué trabajabas antes de llegar a Eloísa?
-Antes trabajaba en el cable, ahora atiendo el puesto y hago música.

-¿Qué recomendás para leer?
-Recomiendo a Cucurto, es un libro cartonero típico; es favorito.

-¿Cuánto cuestan los libros?
-Uno por 30; dos por 50.

-¿Y por dónde pasa el 39?
-Pasa por acá, pero no sé bien dónde para…

VB-GDF

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