La murga de la virgencita

El cuerpo sin coordinación ni movilidad. El llanto final. La peregrinación a Luján es un sacrificio de motivos diversos. Un relato en primera persona del que caminaba solo y más lento, pero con la seguridad de que abandonar no era opción.

Edgardo Emilio Nuñez

Lomas de Zamora, octubre 2 (AUNO).- Son las 17 del sábado. La rodilla derecha dejó de funcionar hace kilómetros. Las medias, la última vez que las revisé, estaban llenas de sangre y era el segundo par que me ponía. Pero llegué.

Son 58 kilómetros los que separan Liniers de Luján. Los números dicen que este año fueron más de un millón de personas. El grueso de ese número saldrá a partir de las 5 de la mañana. Yo salgo a la medianoche y sólo somos unos pocos.

Un amigo me deja en Liniers y encuentro a los primeros peregrinos. Se forma una fila pareja que camina por momentos por la vereda, pero cada tanto copamos un carril de la Avenida Rivadavia, que aún no está cortada. Me cruzo con todos los que van a disfrutar la noche del oeste. Algunos pasan y gritan cosas. No importa.

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No hablo con nadie, voy solo. Pero la mayoría no. Va en grupos, en familia, con amigos. El apoyo es importante. En un momento la cabeza empieza a cuestionarse si los motivos para hacer este sacrificio son suficientes. La primera parada es en Moreno, a casi 19 kilómetros de Liniers. Hay una plaza frente a la estación y muchos aprovechan para comer algo y descansar. Son las 5.30 y todavía es de noche, por eso se cruza con la peregrinación mucha gente que sale de los boliches: una escena extraña.

A un costado de la plaza hay un grupo de chicos de no más de 13 años. Claramente viven en la calle y están con las bolsitas de Poxirán. Juegan a tirar botellas de vidrio, a que se pelean, y hay una parejita que juega a que se ama. Nadie los mira, es como si no estuvieran ahí. Algunos se ponen incómodos, pero se van para otro sector donde no puedan verlos. Yo no paro más de 20 minutos. La clave es no dejar que se enfríe el cuerpo. Estiro un poco las piernas, tomo una lata de Speed, como un poco de chipá que había comprado y sigo adelante.

El plan es ir hasta Rodríguez sin parar. De ahí sólo queda el tramo más difícil hasta Luján. Me cruzo con un grupo de muchachos que tienen algo así como 40 años. Juro, por la ropa que tienen, que salieron del boliche borrachos y empezaron a caminar. Uno tiene ropa deportiva y una bandera del Gauchito Gil, y está igual de borracho que los demás. Vamos más o menos a un kilómetro a la par, y mientras los veo de atrás no puedo sacarme de la cabeza una pregunta: ¿por qué estarán caminando? Me lo pregunto con el 90 por ciento de las personas que me cruzo.

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En la pared un afiche dice “43a. Peregrinación-Lema: ‘Madre, enséñanos a construir la paz’”. Pero todo comenzó antes, hace más de 43 años. Mi abuela me contó que mi abuelo fue en el ’54 con unos amigos: “Sin razón ni pedido, fue porque muchos iban. Me acuerdo porque un año después lo derrocaron a Perón. Yo fui dos veces, pero ahora estoy enojada con la virgen de Luján, porque fui a pedirle por la salud de mis hijos y al poco tiempo a Edgardo lo desaparecieron. Es más, recuerdo que una de las veces que fui, entré arrodillada. Edgardo también se arrodilló, y entró conmigo”.

Pienso que excepto ella, el resto de la familia entra en la lógica de ir por un motivo cultural, porque mi padre también hizo la caminata y por los mismos “sin motivos”, mi madre y hermana también. Y a los 14 años la hice yo por primera vez. Cuando intento recordar el motivo no lo encuentro. Sólo fue para vivir la experiencia. Ahora hay motivos.

En La Reja comienza a amanecer. Lo veo en una marcha por la ruta, al costado de la vía. Saliendo de Moreno se ven casas quinta, y luego campo. El cielo está nublado y mi primera oración es para que no llueva. Ya había, unos años antes, intentado avanzar bajo la lluvia, pero no resultó. Si llueve tengo que abandonar y volver.

Me molestan los pies y me siento en una plaza. En el banco de al lado se sientan dos hombres, uno de mi edad, el otro parece el padre. El señor mayor tiene mejor estado y se pone a bailar una cumbia que suena de un puesto que vende comida. Me saco las zapatillas para cambiarme las medias, y encuentro las primeras manchas de sangre. Sé desde hace rato que tengo ampollas, pero no que ya estoy lastimado. El señor se me acerca y me dice con cara de complicidad:

—Cambiate las medias, ajustate las zapatillas y no te las saques hasta llegar, sino es peor.

Le hago caso. Pongo en el celular el Google Maps para saber cuánto falta. Parece que muy poco. Tomo la actitud de revisar cada vez que puedo, cada vez que estoy muy cansado. Es un paliativo para no sentirme tan perdido.

A mitad de camino para llegar a Rodríguez, me deja de funcionar la rodilla izquierda. Y no es una metáfora. Esto me hace renguear todo el resto del camino, que esfuerce más la otra pierna y que el peso desbalanceado me reviente las ampollas, y caminar medio torcido por el dolor de las ampollas hace que me duela la cintura, y el dolor de cintura me hace doler la parte de arriba de la espalda, y el dolor de espalda me hace pensar cuánto pierdo si tiro la mochila con todo lo que llevo —remera extra, pantalón corto, una botella de agua, un cargador portátil, una chipá y una bolsa con caramelos— a la mierda. Quiero quitar un poco de peso extra para ir más rápido, me doy cuenta de que hace rato ya no paso a nadie, toda la procesión me pasa a mí. Señoras y señores mayores, gente obesa, chicos, algunos que van fumando porro, tomando cerveza, todos.

Soy el más lento.

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Llego a Rodríguez de día. En la entrada me cruzo con dos pibes que tienen remeras que reclaman la aparición de Santiago Maldonado (los únicos que veo en todo el camino). Me acerco para sacarles una foto con el celular y uno le avisa al otro. Instantáneamente se me acercan y debo explicarles quién soy y qué hago ahí. Entiendo que el fantasma de “los servicios” revuela por todos lados. Se ríen cuando les digo que no hice 40 kilómetros para buscarlos a ellos. Pertenecen a una iglesia tercermundista que lleva su propia carpa por barrios carenciados. Me preguntan todo, y me hacen prometerles que voy a hablar de ellos en mi nota.

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Rodríguez es un carnaval. Hay puestos de comida, ropa, bebidas, recuerdos. Las capillas, las iglesias y los scouts ponen carpas a lo largo de la plaza que se encuentra en medio del centro. Pero los que más instalados están son los bolivianos. Cientos de puestos manejados por ellos que venden pollo frito, papas fritas, salchichas fritas y vegetales fritos, entre otras cosas. De los puestos sale el olor a colesterol más grande del mundo y muchos peregrinos no pueden dejar pasar esa oportunidad. Me acerco a charlar con un puestero y a preguntar por qué hay tantos. Años anteriores no los había visto.

El vendedor se muestra muy simpático y no se sorprende de que alguien lo notara. “Hace tres años que estamos acá. Todo empezó cuando un grupo muy chico vino y vio que se podía vender bien. Al otro año fuimos más, y ahora más aún”, me dice. Le doy la mano, lo felicito y le explico por qué no quiero comer su pollo frito a las 10 de la mañana faltando 17 kilómetros y con la poca salud que tengo. Por último me ofrece un trago de chicha. Acepto.

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En esta parada tardo más. Paro en un puesto de sanidad para ponerme alguna crema, me hacen esperar 20 minutos parado y luego me dicen que no tienen nada, que sólo estire. Me parece muy raro que no tengan en una carpa del obispado el clásico “átomo desinflamante”. Es una caminata a Luján, y me dan ganas de mandarlos a cagar.

Ya mi humor está por el piso, y lo sé, así que decido callar y seguir adelante. La gente me sigue pasando y estoy parado en el mismo lugar. Hago pasos que avanzan de a 30 centímetros y de forma lenta. Intento recordar y aferrarme al motivo por el que hago esta locura.

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Voy poniendo objetivos cortos. Veo un árbol a lo lejos y pienso “llego hasta ahí y paro”. Pero no paro, sino que pongo un propósito nuevo. Cuando la ruta hace una pequeña curva siento que se me acaba el “adelante” y me pongo más lento que nunca. Viene música de atrás, es un pibe que escucha algo que no sé si es el Pato Fontanet solista o Callejeros. Cuando pasa a mi lado ve mi remera del Indio y me grita “¡dale, loco, como en Olavarría! ¡El que abandona no tiene premio!”, y esa arenga absurda me hace seguir hasta que paso la curva y veo el primero de los dos puentes que cruzan el camino a la basílica. Un objetivo, por más lejano que sea, es mejor que la nada.

Cuando llego rompo la promesa que me hice de no sacarme las zapatillas. Compruebo que ya no son blancas sino rojas. Me tiro en el asfalto bajo el puente y subo los pies. Son casi las 14 y aún no desayuné ni almorcé, pero no tengo hambre. Una pareja me habla de las veces que vino y de cómo ahora, a sus 35, no tiene la misma fuerza que antes. Aun así, ellos están mucho mejor que yo. Su compromiso de caminar tiene que ver con una promesa hecha años antes, por la salud de su hija, que estuvo enferma. Pienso que el motivo es fuerte. No me animo a preguntarles por qué siguen viniendo, considerando que su hija ya está bien. Me parece una falta de respeto y me quedo callado. Me prestan una crema de menta que no me hace absolutamente nada. Les convido unos caramelos. Me pongo las zapatillas cada vez más desatadas y sigo.

Llegar al segundo puente es más fácil. Aún así, me cuesta horas. Se encuentra en la entrada de la ciudad. Mucha gente pasa y da aliento, y yo la miro con una sonrisa programada. Definitivamente desde afuera se me debe ver muy mal. Me quedan 25 cuadras hasta la basílica. Intento hablar con una pareja de ancianos que vienen caminando de la mano, pero sólo me dicen “fuerza, vas a llegar”, y siguen adelante. La verdad es que nadie en este punto quiere hablar con nadie.
Veo que algunos corren en las últimas cuadras, y me veo a mí haciendo lo mismo cuando tenía 17 años, la segunda vez que peregriné. Me veo más joven y más acompañado de lo que estoy ahora. Me veo haciendo promesas que no cumplí, y pedidos que nunca llegaron.

La basílica es imponente; se ve desde bastante lejos. No puedo usar los escalones, subo por la rampa de sillas de ruedas y me sostengo de la baranda. La gente a medida que llega hace lo que le sale. Algunos se abrazan, otros sacan el celular y filman o sacan fotos. Hay una sola fila de bancos, el resto fue retirado, la gente aprovecha y se desploma en el piso. Muchos se acercan al altar, otros pasan de largo, las reacciones son tantas como personas hay. Son 17 y me doy cuenta de que tarde 17 horas en llegar. Me siento en un banco al lado de unas mujeres con mi cuerpo sin coordinación ni movilidad y lloro.

Lloro mucho.

AUNO-02-10-2017
EEN-MDY

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