“No estamos muertos todavía”, proclama. El Kollasuyo se refleja en su acento y en la remembranza de sus abuelos, “los sabios máximos” de la comunidad aymara a la que pertenece. Wenceslao Villanueva es investigador y defensor de las culturas de los pueblos originarios americanos, accionar que desempeña desde hace 16 años en el Consejo de Acontecimientos Aborígenes (CAA) de Argentina, del cual es fundador.
De pequeño, su juego preferido era correr por los cerros de Omasuyos, Bolivia, y bañarse en los ríos, hasta que los ancianos del ayllu lo reprendieran. Es que en lugares energéticos como esos es más fácil perder el ajayu, el espíritu que “permite sentir, tener gusto y pensar”.
“Los edificios y las peatonales nos inundan. Estamos inmersos en los problemas urbanos”, se queja de Buenos Aires, ciudad que adoptó hace 27 años, cuando él tenía 21. “Aquí, uno anda todo el tiempo con la cabeza ocupada”. La velocidad porteña lo obligó a correr a la par de los apresurados. Así, llega por las mañanas a la oficina del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Su labor como coordinador del Programa de Fundamentos sobre Nombres Indígenas lo enfrenta con la realidad burocrática argentina, que dificulta llamar a los niños con nombres aborígenes. Su función es justificar el origen y el significado de la palabra, ese “sonido del alma”.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) calificó en 2007 de “innovadora” su labor de rescate de los nombres aborígenes, en el marco de la “1° Conferencia de identidad y documentaciones” celebrada en Asunción, Paraguay.
Si hay una palabra que repite, esa es “interculturalidad”. Porque si todos los seres humanos tienen el mismo valor y el hombre es una parte más que integra el cosmos, no hay motivos que justifiquen la dominación de unos sobre otros, el avasallamiento de la cultura ajena. Desde esta forma de posicionarse en el mundo que explica Wenceslao, puede entenderse la importancia que le da a su participación en ritos mapuches, en Río Negro. O a la distinción que la comunidad wichí le dio en 2004, cundo fue nombrado “visitante ilustre” durante su paso por Tierra del Fuego. Con esta misma tónica, en 2000 participó en el “Reencuentro de Ancianos” que se celebró en La Paz, Bolivia.
Desde joven, vivió en contacto con prácticas culturales distintas de las propias, aunque en ocasiones significase preservar sus ser aborigen. Durante su infancia y adolescencia, asistió a la escuela General San Martín, en Kollasuyos, Bolivia. Allí, hablar la lengua aymara o decir que pertenecía a esa comunidad eran sinónimos de marginación. A partir de entonces, entendió que su trabajo sería plantarse frente al etnocentrismo, defender sus raíces y divulgarlas, para que incluso el que no tuviera sangre indígena pudiera conocer los preceptos de su pueblo.
El objetivo de transmisión de los valores aymara se refleja también en la docencia. Desde hace 16 años, es profesor de música en los distintos niveles educativos, en escuelas de Capital Federal y el Conurbano bonaerense. En el aula, su intención va más allá de inculcar conocimientos musicales. Él habla a sus alumnos de lo que define como “una nueva mirada”: la ecología, el cosmos y la identidad como ejes para la vida.
Su propuesta es ser un docente innovador. Porque sostiene que quien enseña debe estar abierto a la diversidad de las costumbres y las realidades que se plantean dentro y fuera de la escuela, que puedan afectar a sus alumnos. Esta postura le valió la reprimenda de algunos padres, que cuestionaron los valores que enseñaba por estar alejados de la religión cristiana.
Sin embargo, buscar la transmisión de los preceptos de su pueblo no significa que pretenda ser estudiado como una huella del pasado. Que un aymara gobierne Bolivia es, para Wenceslao, la evidencia de que su comunidad puede participar y aportar conocimientos al presente.
“Si se respeta a las comunidades judía, musulmana y oriental, como corresponde, ¿por qué no a la originaria de estas tierras?”. Con ese interrogante como guía, desde el CAA logró el reconocimiento legal del 21 de junio como “año nuevo indígena”. En esa fecha, los consejos de ancianos de distintas comunidades se contactan con la naturaleza. Porque en la noche más larga, según sostenían los ancestros, el sol se aleja de la Tierra, en su recorrido constante alrededor de ella. Es necesario rogarle al Padre Sol que regrese y de esta forma evitar el perecimiento de los seres del mundo. Por eso, el 22 se inicia un nuevo “Tiempo de Vida”, otro período para la “Madre Tierra” bendecida por los rayos solares recién estrenados.
De eso se trata el “Inti Raymi”, de un nuevo comienzo para el ciclo vital. Como el que su pueblo ha realizado durante 500 años. Como el que han intentado luego de que algún hombre no indígena pretendiera desbastar sus tierras o sus costumbres. Esos hombres que la historia llamó “conquistadores”. Esos que, en cambio, para los pueblos indígenas como el de Wenceslao fueron invasores.
NL-GDS