La militancia pierde una luchadora

Severa con las instituciones encargadas de hacer justicia, como también del poder político de turno, Adriana Calvo representaba lo que podría decirse la «línea dura» de los organismos de derechos humanos. Fue una de las activistas más persistentes que reclamó por la aparición de Jorge Julio López.

Loms de Zamora, diciembre 13 (AUNO).- “No te olvides del diariero”, fue la recomendación que diez días atrás Adriana Calvo hiciera a esta redactora antes de terminar la entrevista telefónica, para que en el testimonio que se publicaría por el 25 aniversario del juicio a las juntas militares no faltara el episodio en el que después de oír la sentencia ese 9 de diciembre de 1985 en los Tribunales, viajaba indignada y abatida por la absolución de cuatro de los nueve genocidas y un canillita que pasaba por su asiento en el tren a Temperley le dijera casi al oído “es todo verso, señora”, mientras ofrecía al grito de “PERPETUA!” el vespertino que destacaba la otra cara del fallo.

“Era como si hubiera sabido quién era yo y quería compartir conmigo el secreto”, explicó casi como para justificar el pedido de publicación.

En la última entrevista gráfica que aceptó antes de morir y con la voz tan débil como deja el cáncer cuando hace notar su presencia, Adriana Calvo se mostró con la coherencia y la firmeza de siempre. Por eso no fue sorpresa que no reivindicara el juicio a las juntas como ejemplo de justicia. Para ella, el juicio hubiera sido ejemplar si todos los acusados hubieran recibido condena. “Fue un juicio histórico, pero no se hizo justicia”, disparó contundente.

Adriana representaba lo que podría decirse la “línea dura” de los organismos de derechos humanos. A través de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos de la que fue una de sus fundadoras, motorizó cientos de presentaciones judiciales, denuncias, pronunciamientos, y encabezó miles de movilizaciones. Siempre con rigurosa documentación y desde una postura crítica, respondía la consulta periodística hasta desde su lugar de veraneo.

Severa con las instituciones encargadas de hacer justicia, como también del poder político de turno, fue una de las activistas más persistentes que reclamó por la aparición con vida del testigo Jorge Julio López.

No era fácil obtener de Adriana ni de la Asociación un respaldo explícito a alguna medida que podría ser bien vista por un grueso sector de la sociedad, postura que fue más visible cuando tomaron distancia de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo después del acto que se hizo para conmemorar el 30 aniversario del Golpe de Estado.

Pero lo fácil era comprender tanta solidez en los argumentos que daba cuando arremetía contra algo. “La anulación de las leyes de obediencia debida y punto final?, sí, está bien, pero llegan después de 30 años…”, era una respuesta que no se puede cuestionar si no se está dentro de la piel de alguien que –como ella- supo traer vida entre tanta muerte y relatar el horror por años sin llegar a ver a los responsables detrás de las rejas.

Adriana fue secuestrada de su domicilio embarazada de siete meses. Tuvo a su hija maniatada y vendada en el piso de un patrullero, que tuvo que limpiar antes de bajar, “asistida” por el médico represor de la Policía Jorge Berges, cuando era trasladada al Pozo de Banfield. La envolvió durante 15 días con el mismo pañal de tela que le dejaban ir a lavar una sola vez en el día. Éste y otros detalles igual de estremecedores figuran en su declaración ante la Conadep.

Llevaba el triste “privilegio” de ser la única madre que parió en cautiverio y a la que no le robaron su hijo. Gracias a la resistencia y solidaridad de sus compañeras de encierro fue que pudo salir con Teresa entre sus brazos en abril de 1977.

Cargó con el compromiso de ser la primera voz que la justicia de la democracia escuchaba en nombre de todos los detenidos-desaparecidos. En ese primer testimonio riguroso, preciso, detallado Adriana relató el horror vivido y lo siguió haciendo más de veinte veces en otras causas de violaciones a los derechos humanos.

Fue militante desde que estudiaba en la Universidad Nacional de la Plata, fundó la Asociación Gremial Docente y se convirtió en paradigma de lucha por la memoria, la verdad y la justicia. Murió a los 62 años sin ver en el banquillo de los acusados a los responsables de los centros clandestinos en los que estuvo, ni tampoco a todos los autores del genocidio pagando sus culpas. El tiempo no le alcanzó, pero dio infinitas muestras de haber cumplido con la promesa de luchar “hasta el final” por juicio y castigo que hiciera a los 30 mil desaparecidos cuando fue liberada.

LV-AFD
AUNO-13-12-10

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