Lomas de Zamora, 30 de diciembre (AUNO)-. En Temperley hay un mural que reza “Cromañón nos pasó a todos”. Si bien hace 10 años fueron aproximadamente 4.500 las personas que estuvieron en el boliche de Once, las esquirlas de la tragedia fueron mucho más lejos. Porque esa noche, en la que murieron 194 pibes, también hizo estallar al rock, y dejó en evidencia a una sociedad que muchas veces mira para el otro lado y a un poder político que no pensó en las personas.
Ese 30 de diciembre de 2004 hacía calor, Callejeros estaba en auge y República de Cromañón era el lugar para cerrar el año. “Terminar el 2004 con una fiesta”, eso pensaron Daniela Sánchez, Christian Romero y Patricio Martínez, tres jóvenes de zona sur a los que la tragedia les cambió la vida.
Sánchez era una adolescente de apenas 14 años, que no le pidió permiso a nadie para ir al recital: se escapó de su casa y fue a ver su banda favorita. “Ese año fue el primero que empecé a curtir la cultura del rock, a ir a la cancha, a ir a recitales, a tener hábitos de rebelde y revolucionaria”, asegura Daniela. Se fue con un amigo para Once, con toda su inocencia a cuestas. No le gustaba que la banda creciera tan rápido porque eso traía consigo un cambio en la masividad y el público, pero entendía la cuestión: “Las discográficas utilizan a la música como un producto y no como el arte que es”, reflexiona.
Llegó sobre la hora y gracias a eso se quedó casi en la puerta, atrás de la escalera que estaba pasando uno de los accesos, luego de un pasillo ondulado. “Después descubrí que ese pasillo era una irregularidad del boliche porque no se puede reducir el ancho”, afirma. El lugar estaba muy lleno y hacía mucho calor. Nunca pensó que algo andaba mal: “No tenía conciencia de lo que estaba bien. Los medios te vendían el lugar como el sucesor de Cemento y que entraban 5.000 personas”, asegura.
Recuerda que el calor era sofocante. Daniela sufre más las altas temperaturas después de la tragedia. De golpe se cortó la música y la luz. “Lo tengo todo como diapositiva y lo voy reconstruyendo cada vez que me siento a pensar. En estos diez años creo que lo hice todos los días. Me sirve acomodarlo, me enseña constantemente cosas”, expresa sobre ese instante en el que comenzó el incendio.
“Mi amigo me pidió que no lo soltara, y creo que mi cabeza entendió que era lo único que tenía que hacer. Son momentos que quedan muy arraigados: me acuerdo el tono de la voz con que lo dijo, el sentimiento que le puso al decirlo. Y eso me sacó adelante: la fuerza que hizo mi amigo para que no me soltara”, relata Daniela.
En ese momento Daniela se paralizó. No pudo reaccionar, quedó en estado de shock. “Veía la cantidad de pibes que entraban y salían, la gente que llegaba con agua para asistir porque el calor y el humo te quemaban. No podía hacer nada. Mi amigo quería ayudar pero yo pedía ayuda porque no podía responder. Es muy difícil procesar el momento. Tantos pibes, tanta desesperación. No tiene lógica”, lamenta.
Lo tomó como una deuda grande. Se lo recriminó. Daniela estuvo ocho años sin poder exteriorizar lo que le pasó esa noche: “Me atormentaba, no me dejaba dormir, no me dejaba estudiar, no me dejaba respirar, no me dejaba hacer nada. No me dejaba desenvolverme en mi vida, estaba atravesada por la tragedia”, asegura.
Un día, luego de discutir con su novio, sintió la necesidad de empezar a hablar, pero primero volvió a caer. “Tuve problemas en el trabajo y me echaron. Estuve unos meses desocupada y me di cuenta que descargaba mi ira y mi dolor en mi novio. Pasé un mes encerrada en mi casa. Entré en una crisis después de darme cuenta que necesitaba hablar”, confiesa.
“Cuando empecé a exteriorizar mis problemas me di cuenta que necesitaba contárselo a cualquiera. De a poco me fui soltando. Callejeros cayó preso y en una volanteada en Avellaneda, me crucé con gente que había visto en algún lugar y fue un quiebre, porque hablé. Me sentí escuchada. Despertó en mí una necesidad de hacer cosas.
Automáticamente, mi cabeza empezó a sacar ideas y actividades que en ese momento eran un sueño y hoy son realidad. Pero tuve que laburar mucho conmigo para que la situación no me avasallara, no me hiciera mierda. Fue un proceso largo para entender que eso era lo que necesitaba. Dejé de actuar por inercia”, manifiesta.
Hoy es parte de la agrupación “Sobrevivientes de Cromañón Zona Sur”. Hace un mes, los chicos pintaron un mural gigante en Temperley, en la esquina de Pichincha e Hipólito Yrigoyen. Todos los sábados se reúnen en diferentes puntos para pedir justicia y libertad para Callejeros. “Logré transformar a Cromañón”, asegura, contenta.
En 2004, Christian Romero tenía 25 años. El 30 de diciembre quiso estar porque era su último día laboral y esperaba escuchar el CD que Callejeros tocaría esa noche: “Rocanroles sin destino”. Había estado en la presentación del disco, el 18 de ese mes. Pero esa fecha era para cerrar el año “a pleno”, disfrutando con amigos. “En lo personal estaba mejor que nunca, ese año había terminado el secundario de adultos, laburaba, proyectaba. Fue un buen año. Era otra cosa a lo que es hoy, a 10 años”, asegura.
“Esa noche aprendí que uno es mortal como todos: que un día, sin buscarlo, podés ser parte de esas noticias que ves a diario y les pasa a otros, y que no queda otra que ponerle la mejor cara, porque Cromañón no te lo sacás más”, afirma.
Para Christian, una parte de la sociedad hizo “un click”. No solo los que la pasaron, sino las personas que no eran público habituado a los recitales: “Siempre se aprende lo mismo creo, que nadie te cuida mejor que vos y que los políticos, con sus manejos, pueden crear ambientes macabros”. La contracara es Aníbal Ibarra: “Se postula de nuevo (como jefe de Gobierno) y me pregunto cómo puede haber personas que lo votarían. Esas personas no aprendieron”, lamenta.
Con respecto a Callejeros, cree que “hay responsabilidad”, pero desestima la intención de matar: “Me parece demasiado. El tema es hacerse cargo de los propios errores que se cometen y no tratar de zafar de cosas de las que no se puede”, reflexiona. No le recrimina nada a la plana mayor del rock, considera que al haber tantas bandas que bancaron a Callejeros, “las grandes estrellas quedaron estrelladas”. Y lo defiende con una frase bien renguera: “Cada cual pisa como quiere y tiene su razón de ser”.
Patricio Martínez no es sobreviviente de Cromañón, de milagro. Estuvo las dos noches anteriores. “Me acuerdo clarito como era el boliche por dentro. No entramos hasta minutos antes que empezara el show, por el calor”, comenta. “No fui el día del incendio porque a la hermana de un amigo le tocó trabajar y no queríamos ir sin ella. Se ve que no tenía que estar ahí”. Muchas veces se habló de que el boliche rebalsaba la capacidad y él lo supo al comprar las entradas: “Para el 30 nos dieron una rifa como entrada, yo tenía el numero 431, lo que significa que ya estaban vendiendo por demás”.
Su vida cambió esa noche, por no estar. Tenía 14 años. No fue parte de esa tragedia, le pasó cerca, de alguna manera volvió a nacer. La madre lo abrazó muy fuerte mientras lloraba. Pero en medio del dolor que mostraba la tele la mañana del 31, se fue con su abuela y su madre para Once a ayudar. “Nadie nos dio bola, todos estaban en el aire. Era desconsuelo y muerte por donde mires. Maxi Djerti (guitarrista de la banda) se agarraba la cabeza en el hospital y gritaba que había matado a todos sus familiares. Fue devastador”, relata.
Patricio continúo viendo a la banda a pesar de la tragedia. Dice que no cambia opiniones con los que culpan a Callejeros, pero que los respeta. En varias marchas le gritaron “asesino” por su tatuaje con las iniciales “Cjs”. Vivió muy tranquilo las marchas por la absolución pero que ya no es lo mismo: “Fontanet lo disfrutaba, ahora va a trabajar”. Patricio es padre de una nena hermosa y festeja estar vivo.
Estas son tres historias sobre la tragedia no natural más grande de la Argentina. Seguramente hay muchas otras por escuchar. A 10 años de la noche más triste del rock, sigamos escuchando historias, por los sueños que se hundieron allá.
AUNO 30-12-2014
FC-AFG