Anverso. Carlos es policía, tiene un aro en la lengua, tatuajes borrosos en sus brazos y la extraña habilidad de hablar sin sacarse el cigarrillo de la boca. Hace ocho años cuida el Pozo de Banfield. Desde una ventana que da al frente del edificio, Carlos ceba mate, le da de comer a sus perros, Josefa y Tontito, y juega al Candy Crush. Desde esa ventana escucha a los vecinos que pasan por la esquina de Siciliano y Vernet hablando de él, del ex Centro Clandestino de Detención.
Reverso. Ana vive en el barrio Sitra, un puñado de edificios de idéntica estatura sobre un terreno cercado. El Pozo es el paisaje que le devuelve la ventana de su cuarto desde hace seis décadas. En los años en los que ese Pozo chupaba gente,vio que desde unos camiones bajaban a pibes encapuchados, escuchó los rugidos de la tortura y hasta se chocó con la sonrisa perversa de Ramón Camps, en alguna de sus visitas para supervisar la muerte. Piezas sueltas que no devolvieron a la cabeza de Ana la imagen de un campo de concentración. Hoy pide que el lugar se abra como museo, que se liberen los fantasmas. Los de los detenidos desaparecidos, los propios.
Anverso. El Pozo fue tapado por la lucha de militantes y vecinos que en 2006 lograron que el centro de detención dejara de funcionar como brigada. Después fue la Justicia la que dijo “el Pozo se mira pero no se toca”. Desde su ventana, Carlos me ofrece entrar: enciende su notebook, abre una carpeta y me muestra unas fotos recientes del interior del edificio. Se ven los pequeños calabazos, las salas de tortura, los baños, las oficinas de los oficiales. Se escucha el ruido de las picanas, los gritos de las parturientas, los taconazos de las botas.
Reverso. Raúl es el carnicero de la esquina. Dice que de pibe vio cómo construyeron el edificio. Que se detenía ante la imponencia de los sótanos. Lo extrañaba que en el Banfield de los 70 se hiciera un edificio con esos pasadizos. Tiene la teoría de que los militares torturaban ahí abajo, por eso muchos vecinos no escucharon nada. A Raúl no le gusta ver el edificio arrugarse. Juntó firmas de otros miles para que en una parte de lo que fue la Brigada de Banfield se convierta en una sala de primeros auxilios y el resto se use como Museo de la Memoria.
Anverso. Carlos dice durante los meses posteriores a cierre del Pozo era normal que la gente pasara por el edificio e insultara. Hasta un día tiraron un piedrazo desde un auto que casi le rompe la cabeza a otro de los custodios. El ex centro de detención, que también funcionó como maternidad clandestina, se había convertido en un referente de la atrocidad: el recordatorio permanentedel secuestro, el exterminio de personas, la persecución de ideas yel robo de bebés.
Reverso. Laura empuja su changuito a la salida de un supermercado chino que está frente al Pozo. Habla bajito. “Por las dudas”, dice. “Yo nunca vi nada”, es lo primero que le sale. Pero después cuenta que le llamaba la atención que en ese edificio se escuchara música tan fuerte. Música clásica, tango, detalla, poniéndole una banda de sonido al horror. Mira el edificio descascarado y dice que “desde que lo vaciaron, el barrio se llenó de delincuentes”. Pone el changuito sobre dos ruedas y se va.
Anverso. A Carlos no le da miedo dormir solo en ese edificio de tres pisos que encierra el dolor de 300 torturados, parte de la verdad sobre el destino de las 97 personas que están desaparecidas, y el primer llanto de los bebés que nacieron en esa siniestra maternidad. Dice que está acostumbrado porque trabajó diez años en un cementerio. Que en el Pozo está tranquilo porque sabe que las voces que escucha siempre vienen de afuera.
*Nota publicada en revista El Cruce, en septiembre de 2014.