Lejos, como escondidas, al sur de la vereda bajo el suelo de los árboles que adornan los parques del Hospital Borda, hornean y preparan para la venta el “pan del Borda”. Son manos de internos, de desocupados y de jóvenes que quieren ser partícipes del alumbramiento de un país mejor que se unen en la labor de la panadería del hospital.
Por accidente o no, escondidos a propósito o no, se encuentran las manos del oficio horneando pan para buscar una ocupación, algo que suplante la ausencia de “trabajo”. Un trabajo que, en el caso de los desocupados, el sistema no les da. O bien un trabajo que los internos del Borda, ante la convivencia cotidiana con la “locura”, buscan como un poco de aire en vaya paradoja el subsuelo del pabellón de cocina al que llegan de vez en cuando ráfagas de olor que emana el cercano Riachuelo.
Es irónico que sea el nombre del hospital el que identifica semejante proyecto cuando es la misma institución la primera en darle la espalda a la hora de brindar ayuda, según ellos mismos lo cuentan. “Muchos apoyan el proyecto, nos dicen que está todo bien, pero a la hora de darnos una mano más importante, de apoyarnos con su presencia, con su firma, desaparecen todos”, explicó David, uno de los miembros de la panadería.
Sin un aval de los médicos, sin la firma de los directivos del hospital en los pliegos que se necesitan presentar para recibir subsidios, “el pan del Borda” es un sueño “okupa”, como se jacta en llamarlos la misma institución. Ernesto, un desocupado que trabaja en la panadería, lo resumió en breves palabras: “Nosotros somos considerados intrusos acá adentro”.
En el pasado, este espacio funcionaba como una fábrica de pastas y proveía a todas las cárceles y hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Durante el menemismo dejó de funcionar, misteriosamente, de un día para el otro, y quedó abandonado. “Nosotros encontramos el lugar totalmente destruido, con casi 15 centímetros de agua y hasta las máquinas enchufadas”, recordó Ernesto.
En el piso de arriba, sobre el techo de la panadería, trabajan los cocineros que dependen de la empresa gastronómica que provee de comida al hospital. Esa empresa obtuvo la licencia durante la década de 1990, pocos días después de que se cerrara la fábrica de pastas. “Supimos de la existencia del lugar a través de una de las tantas asambleas que surgieron después de la debacle del 2001 –reseñó David— y lo restauramos nosotros mismos.”
“Aquí somos intrusos”, definió Ernesto. Él, como los demás “panaderos” dejó de ser un desocupado más gracias a la labor que cumple produciendo pan. Lo que solamente pudo vencerlos es la “desocupación” en su sentido más literal. Ahora sólo están ocupados cinco horas al día, algunos un poco más. De ahí a que el salario que cobran por esas cinco o más horas de trabajo les alcance para poder subsistir, es otra historia.
“El pan del Borda” funciona como cualquier Pyme. Sus integrantes mantienen una asamblea por semana (los viernes de 14 a 16), donde proponen alternativas y las discuten para luego llegar a un acuerdo sobre todos los temas que atañen a la “empresa”. Están organizados según las tareas que realizan. Cumplen dos turnos; algunos son productores, otros vendedores y algunos otros, los más osados, producen y también venden los cuernitos, las pepas y el pan que sale de los hornos.
El funcionamiento de la panadería se basa en una red de solidaridad donde no existe la jerarquía y todos se ayudan entre sí para evitar que el “pan del borda” muera en su intento de ser. Un ejemplo de los lazos solidarios se pudo ver en una de las últimas asambleas, cuando todos sacaron dinero de sus bolsillos e hicieron una “vaquita” para cubrir lo que sería el pseudo “salario” de una persona que había estado trabajando “a prueba” toda la semana y no había obtenido ninguna remuneración.
Si bien la gente que trabaja en la panadería percibe un salario que no alcanza para vivir afuera del hospital ni adentro, la cobertura de las necesidades económicas tampoco es el principal objetivo del proyecto. A lo que apunta de una manera más directa es a la socialización de los pacientes, brindándoles la enseñanza de un oficio y, de alguna manera, preparándolos para la vida fuera del hospicio.
“Cuando me den el alta yo voy a seguir viniendo a la panadería porque me hace bien”, comentó Héctor, un paciente que vive hace cinco meses en el hospital y que está a punto de ser dado de alta.
Este espacio, una especie de sociedad en miniatura, es una vuelta a la vida para los pacientes, es una “salida de emergencia” del infierno del hospital; hospital al que ingresaron para salir del infierno de lo que el sentido común ordena denominar “locura”.
Los que forman parte del proyecto buscan aunarse con las demás organizaciones que funcionan a la deriva del sistema para poder dejar de ser pequeños gritos en un callejón sin salida y convertirse en una voz potente y escuchada por todos para poder empezar a reclamar por el sencillo derecho al trabajo.
El grupo es ameno y crece muy despacito. Los mismos internos son los encargados de “reclutar” a otros que ellos consideran que están “más o menos en condiciones” y que lo necesitan. Pero, claro, los panaderos son concientes de sus limitaciones económicas y saben que no pueden sobreestructurarse. Mientras, David, estudiante de psicología, y Elena, psicóloga, junto a otras personas que se sumaron al proyecto, están “luchando” con el gobierno para recibir subsidios.
Lugares como la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), la Universidad Nacional de Quilmes (UNQUI) y un bar ubicado en San Telmo disfrutan de loas productos de la panadería, además de algunos internos, enfermeros y demás personal del hospital. Pero el aumento de los insumos dificulta la venta, que en su es mayoría minorista. Por eso necesitan subsidios, para lograr crecer y que la ayuda se expanda. Tarea difícil.
AMB-DB-AFD
AUNO-06-07-07