Un día cervecero

Se habla mucho sobre el boom de las birras artesanales. Sin embargo, poco se conoce sobre la cocina de esta bebida en modo no industrial. El paso a paso de la producción desde una fábrica del conurbano, en esta crónica cervecera.(*)

Juan Manuel Romero

“¿Una IPA?”. A las ocho de la mañana, la voz de Juan Cruz Loiacono se encarna en una pregunta que retumba por toda la fábrica. Hace eco y regresa solitaria. Las risas del socio de su padre, Gustavo Manzanet, que hasta hace un rato burlaban a Juan por su sorpresiva llegada madrugadora, ahora llaman al silencio. Una mirada cómplice se cruza entre los muchachos, ahora serios, atentos, interesados. Nadie contesta. ¿O será el silencio el que responde de la mejor manera? El que calla otorga. Y los trabajadores, con el norte fijado, ponen manos a la obra.

Hoy es martes. El primero del invierno para ser exactos. Afuera, el viento gélido atraviesa las calles bonaerenses de Luis Guillón, dobla en Larcamón y, al llegar al 85, golpea con fuerza la fachada de un galpón. Las chapas contestan la embestida con un crujido chirriante y metálico como si se quejaran de los escasos 4°C. Detrás de los fríos y delgados portones, de seis metros de alto y siete de ancho, se esconde algo inusual. No hay una fábrica común y corriente. Hay otra cosa. Algo parecido a un sueño.

“Primero se hace la molienda, después se hace el mate”, explica Loiacono desde la habitación donde guardan los bolsones de malta. A pesar de su simpático metro sesenta, y sus escasos veintidós años, Juan Cruz no tiene problema en cargar, de una bolsa a la vez, los 111 kilos de malta hacia la moledora. En una pequeña máquina de molienda amarilla, apodada “Don Juan”, comienza a entrar la cebada.

Primero, los 100 kilos de malta base. Detrás de ellos, los 11 kilos de malta especial que se necesitan para comenzar a distinguir a la Indian Pale Ale (6 kilos de malta Carapils y 5 de malta Caramünich). Lo que acaba de entrar en forma de semilla, ahora parece pan rallado. Con la habitación aromatizada de cereales y con el primer proceso terminado, las migajas de las maltas trituradas esperan ansiosas, en sus bolsones de tela, el momento bautismal en el que se conviertan en cerveza.

Bolsos al hombro, nos dirigimos al microcentro de la fábrica. El lugar de concepción, podría decirse. Mientras Manzanet repasa la limpieza del macerador, Loiacono mezcla, en el fondo de la fábrica, las sales particulares que necesita el agua de la cerveza. Luego, enciende la hornalla de la olla de licor y arroja los componentes en el agua, entre ellos magnesio y cloruro de sodio. Mientras el agua se calienta en la olla, Juan Cruz alista el macerador. Termina de colocar la rejilla, o “falso fondo”, y avisa relajado: “Ahora tenemos un tiempo muerto para hacer unos mates”.

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En la mesa de trabajo hay baldes con lúpulo y un paquete con levaduras, pero también hay lugar para el mate y las facturas. Mientras esperamos a que el agua alcance los 78°C para seguir con el trabajo, Juan y Gustavo se turnan para contar una anécdota.

-¿Cómo surgió la idea de empezar a hacer cerveza?
–Todo arrancó en una Creamfields —comenzó Loiacono—. Ni bien llegamos al recital, habíamos comprado un par de latitas de cerveza importadas e hicimos la previa de la Creamfields en la camioneta con Gustavo y con Matías, mi viejo. Habíamos puesto las latitas apoyadas en la caja de la camioneta y estábamos parados en el estacionamiento, escuchando música, por entrar al festival. Entre birra y birra, en un momento ya entonados, mi viejo dice: “Che, ¡qué buena birra! Qué loco sería hacerla, ¿no?”. Y Juan Cruz le respondió: “¡¿Qué vas a hacer cerveza vos?!”. En ese momento, mi viejo se miró con Gustavo, sonrieron y se dieron la mano. Después me miró y me prometió: “Un día vamos a hacer nuestra propia cerveza”.

El termómetro hace sonar una alarma que termina de forma abrupta con el relato. “Hay que hacer el empastado”, afirma Loiacono, sobresaltado, mientras se saca el abrigo que le haría difícil la tarea. El agua caliente comienza a pasar de la olla de licor a la olla de macerado, ambas con una capacidad mayor a los 300 litros. Conforme el agua entra al macerador también lo hacen las maltas trituradas.

Primero, la malta base. Por último, las especiales. Mientras Gustavo descarga las bolsas, Juan Cruz agarra una pala de acero inoxidable con forma de remo y comienza a realizar el empastado. La idea es realizar un movimiento de “U”, constante e ininterrumpido, para romper los grumos que se van formando. Gustavo, impedido de hacer fuerza por la compañía de su hipotiroidismo, se burla del hijo de su socio: “Mirá cómo hacés hombros. Te estás ahorrando el gimnasio”. El joven cervecero ignora los chistes y cambia de tema con la vista hipnotizada en la olla: “Sentí el olor. Es como el de las galletitas de agua”.

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El mosto (líquido formado por la mezcla del agua y la cebada), que ya consiguió una consistencia uniforme y sin grumos, tiene que seguir macerando por una hora. Se baja la tapa de la olla y se prende la pala del macerador que, lentamente, ayuda a extraer los ricos elementos de la malta. Mientras tanto, y para ahorrar tiempo, Loiacono se empieza a encargar de la sanitización del fermentador y de las respectivas mangueras que lo alimentan. Para eso, va hacia el fondo y prepara con agua un líquido sanitizante. Lo deposita en el fondo del fermentador y deja todo listo para el momento en que lo necesite. Después, vuelve a cargar la olla de licor (usada únicamente para calentar el agua) y le arroja ácido cítrico.

El reloj marca las once, indicando que el macerado está por terminar. Hace unos minutos, un proveedor de levaduras se va enojado de la fábrica porque nota en la mesa de trabajo un producto que no es el suyo. Juan Cruz, que al igual que el padre es amante de la música electrónica, se fastidia porque su parlante no tiene batería y prende una radio vieja que está en el fondo de la fábrica. “¡Qué temazo!”, ironiza Juan al escuchar una lenta balada romántica. Cambia de dial y encuentra a la “Negra” Vernaci. Ahí se queda.

Ya finalizado el macerado, Loiacono comienza a realizar el recirculado a través de una manguerita que se encarga de tirar el mosto dentro del mismo macerador para mover el líquido. “No hay que alejar mucho la manguera para que no le entre oxígeno”, explica. Según él, este proceso ayuda a que el mosto clarifique y que la malta decante. Luego de 15 minutos de recirculado, el agua con ácido cítrico pasa de la olla de licor al macerador en forma de lluvia para ayudar a extraer la mayor cantidad de elementos de la cebada. Al mismo tiempo, se abren los caños y el líquido empieza a pasar hacia la olla de hervor dejando atrás los restos de cebada que quedarán abrazados del “falso fondo” del macerador.

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Ahora, la olla de hervor le da la bienvenida al mosto y es momento del “first-wort hopping”: la primera aplicación de 200 gramos de lúpulo, presente en todo tipo de cerveza artesanal. Pero, luego de tirar el lúpulo Chinook norteamericano, Loiacono nota algo particular. A pesar del intenso cuidado en la limpieza, una hoja mira boca arriba al cervecero desde el fondo de la olla. Juan putea. Luego, ríe por su suerte. Trata de sacarla con la varilla con la que coloca el “falso fondo” del macerador, pero es inútil. La forma de manivela de la herramienta y la tumultuosa corriente del líquido entrando a la olla hacen imposible la tarea. “Después, cuando flote, la saco”, promete, vencido, y prende la hornalla. Ahora, para superar su derrota, se sienta a disfrutar unos ricos mates con lúpulo mientras se llena la olla de hervor.

Ni Matías Loiacono, ni Gustavo Manzanet viven de la cerveza. El padre de Juan Cruz trabaja como empleado de una empresa proveedora de materiales de construcción y Gustavo como vendedor de combustibles. Sin embargo, su pasión por la cerveza los empuja contra viento y marea para crear “Sanson Craft Beer”, una pyme de cerveza artesanal que tiene poco más de un año y que ya alimenta a una decena de bares del conurbano bonaerense. Su nombre, asociado al héroe bíblico conocido por su extraordinaria fuerza, tiene además otra connotación muy especial. Es un homenaje a Santiago, un hermano de Juan Cruz que, trágicamente, perdió la vida en un accidente. La idea del nombre se le ocurre a la madre que, al combinar las primeras tres letras de “Santiago” con la palabra “hijo” en inglés (son), decide el nombre y la imagen de la marca. “Ese significado, el de la fuerza, para nosotros tiene un valor invaluable”, confiesa Manzanet.

-¿Cómo fue la primera cocción?
-Fue hace dos años y fue un quilombo —rememora Loiacono—. Mi viejo y Gustavo empezaron un curso de cerveza acá en Guillón. Sin saber nada, compraron un equipo de 30 litros y se mandaron a cocinar en el quincho de casa. Fue todo un quilombo. Hubo muchos pasos que no los sabíamos. Nunca controlamos la temperatura, nada. Me acuerdo que, a mitad de la cocción, Gustavo agarró una manguera y la desenchufó. Empezó a volar mosto para todos lados. Terminamos todos empapados.

“Che, tiene mucho lúpulo esto”, reconoce Juan Cruz al notar el exceso de pellets en su mate. Luego se desentiende y, entre risas, le ofrece uno a Gustavo jugando con el doble sentido: “¿Querés un amargo?”. Gustavo prueba. “¡Es veneno esto!”, confirma el cervecero acompañando con un reacio gesto de sus labios. Juan deja el mate y se acerca a las ollas. Primero, pasa a buscar su parlante que, como imagina, ya tiene carga. “¡Ahora sí!”, exclama eufórico y pone un tema de Minimal Tech House. “Esto me motiva”, afirma contento al seleccionar una pista del Dj Stefano Noferini. Al acercarse al macerador, Juan nota que solo quedan los restos de la cebada, denominados bagazo. Mientras esperamos a que el mosto hierva, comenzamos a vaciar la olla de macerado para limpiarla. Los 111 kilos de malta se convirtieron en 4 baldes enteros de bagazo que, luego de ser recogido por un granjero amigo de la casa, será aprovechado para alimentar animales de su estancia.

“Ahora se viene la parte movidita”, asegura Loiacono al ver que el mosto acaba de hervir. Mientras él saca la espuma que se forma en la superficie de la olla, Gustavo va al fondo de la fábrica, agarra el paquete de medio kilo de levadura belga y la coloca en una especie de bidón con agua. De paso, agarra 400 gramos de lúpulo “Citra” y lo tira en la olla de hervor. Al tratarse de una IPA, vamos a necesitar un poco más de lúpulo. Por eso, Juan se dirige a las heladeras del fondo y agarra dos kilo más. Uno más de “Citra” y otro de lúpulo “Amarillo”. Y así, sin chistar, directo a la olla.

Ya lejos del mediodía, alguien golpea el portón. Es el almuerzo. Dos hamburguesas abarrotadas de ingredientes llegan a la mesa. Como vienen de un bar que es cliente de Sanson, son gratis. A cambio, ellos proveen las cervezas. Mientras la cocción comienza su etapa final, Juan Cruz entra a la cámara donde están los barriles y sale con uno de 50 litros repleto de APA (American Pale Ale). “Esto no es coca, papi”, comenta entre risas mientras arrastra el barril por toda la fábrica. Los gajes del oficio, sin duda.

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Sin embargo, la cerveza es exigente con los tiempos y no permite tanto descanso. Mientras la comida aguarda, y se enfría, el lúpulo se incorpora por completo en el mosto y avisa que es momento de realizar el Whirpool. Con pala de madera en mano, y el calor de la olla en el rostro, se mezcla la cocción de forma circular, tratando de que los ingredientes se junten en el centro de la mezcla. Apagamos el fuego y, luego de 15 minutos de continua fuerza centrífuga, dejamos reposar al mosto y nos sentamos a comer.

Ya con el fermentador y las mangueras sanitizadas, salteamos la sobremesa para darle paso a la cerveza. Darle paso, literal. Abrimos las mangueras y comenzamos a pasar el mosto hacia el fermentador. En su camino, la mezcla atraviesa una placa de frío que cumple un papel crucial: baja bruscamente su temperatura para que entre al fermentador con el clima óptimo. Una vez que la cerveza empezó a entrar al fermentador, Juan Cruz introduce un poco del mosto dentro del recipiente donde está esperando la levadura hidratada. “Es para que se conozcan primero, antes de entrar al telo”, bromea el joven cervecero, previo a introducir la levadura en el fermentador.

Son las tres de la tarde. El fermentador ya está cargado con lo que próximamente será una Indian Pale Ale. Juan se acerca a un tablero repleto de botones luminosos y termostatos, el “control de fermentación”. Mientras revisa el funcionamiento del panel, configura los grados centígrados del nuevo hogar de la futura cerveza. 18,5°C es la temperatura ideal para la etapa de fermentación de la IPA, de aproximadamente una semana. Luego, su temperatura bajará a los 6,5°C para comenzar con el proceso de maduración, que llevará por lo menos dos semanas hasta que esté lista. Después, solo quedará servirse una pinta y disfrutar…

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El sol comienza a caer en el sur del conurbano bonaerense. El parlante ahora reproduce “Bajan” del flaco Spinetta. Mientras Juan Cruz termina de limpiar los equipos, Gustavo se toma un minuto para admirar lo logrado en tan poco tiempo. “Ni sabíamos dónde nos metíamos. Si lo hubiésemos pensados dos veces, ni lo hacíamos”, asegura Manzanet que, al acercarse a los fermentadores, dibuja una sonrisa: “Esto no es trabajar. Esto es hacer lo que te gusta”.

AUNO 10-08-2019
JMR-AFG

(*) Nota realizada para Taller de Periodismo Gráfico

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