Fui por primera vez al Autódromo y encontré el Batimóvil

Una cronista de _El Cruce_ descubrió un universo fascinante en el “Oscar y Juan Gálvez”, alejado de los millones de dólares/euros de la Fórmula 1.

Silvina Alonso

Una amiga me dijo que el ruido iba a ser demasiado intenso, pero minimicé el comentario y allí fui con el 101.

La verdad es que los autos nunca me sedujeron demasiado, no sé manejar, le tengo miedo a la velocidad y lo más cerca que estuve de una carrera fue reírme con Pierre Nodoyuna y Patán durante mi infancia. Ni siquiera soñé con ser Penélope Glamour.

Pero allí fui.

Tenía mucha información teórica (miles de anécdotas, historias y detalles de un compañero apasionado), pero faltaba la experiencia empírica. Mis prejuicios me escoltaron hasta pasado el ingreso: que el universo machista, que las promotoras-objeto, que el fanatismo extremo…

Pero allí fui.

La primera postal de mi primera visita al Autódromo de Buenos Aires la compusieron unos jóvenes intrépidos que pasaban desprovistos de carrocería a una prisa que me dio vértigo. “¿A cuánto van?”, pregunté. “Estos kartings pueden llegar a 150 km/hora”, precisó. “¡Locos!”, pensé.

Pero allí fui.

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El pasillo rumbo a la zona de boxes es lo menos glamoroso que me podía esperar. Las paredes de chapa blanca, con unas fotos gigantes que perdieron definición y que retratan momentos emblemáticos de héroes del automovilismo nacional, parecen pedir a gritos un poco de modernidad en pleno siglo XXI. Ufff. Tardé en asociar que, arriba de mi cabeza, rugían motores sedientos de velocidad.

Pero allí fui.

Saliendo del subsuelo, descubrí un ecosistema más mundano del que me imaginé. Y más seductor. Allí, en una suerte de taller mecánico gigantesco se entremezclaban familiarmente coches, banquetas, mamelucos a medio vestir, mujeres cebando mate, hombres cebando mate; computadoras, reuniones de a tres, reuniones de a cuatro. Una nena en patines besando por el vidrio del auto a su papá que estaba por entrar a pista. Hombres panzones, mujeres con pancita. Gente común, gente disfrutando. Cascos.

Y allí fui.

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Con celular en mano, salí a hacer mi trabajo de campo. Me deslumbré con algunos modelos casi intergalácticos y creo haber reconocido un Batimóvil entre los boxes 8 y 9. Estuve a un tris de pedirle que me dejara subir para jugar a Batichica (aunque, vamos, todas en el fondo queremos ser Gatúbela), pero me dio vergüenza y pasé a sacarle fotos a otro modelo, también intergaláctico, con escudo de Nueva Chicago que iba a poner contento a mi peluquero devoto del club de Mataderos. Había otro de Vélez, eh. Las rivalidades futbolísticas también se juegan entre ruedas.

Y allí fui.

También estaban los autos de los mortales. Los que vemos y vimos en las calles, que ahora se juegan en la pista a una velocidad que uno creería imposible que pudieran alcanzar. La entrañable Ranita Citroën a 170 km por hora. ¿¿¿What??? Y sí. También el Fiat Uno. Y hasta el Fitito. Son los autos de las categorías zonales, las que se hacen a pulmón, las que reúnen a los fanáticos. A los que saben aquella anécdota perdida de Luis Di Palma o que recuerdan el tiempo exacto que hizo Reutemann en esa carrera inolvidable. Los que invierten mínimo 10.000 pesos para dar vueltas al circuito por unos quince minutos, una vez al mes, si es que tienen la suerte de que nada falle.

Lo estático es bello, pero una ariana de ley necesita acción.

Y allí fui.

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Me sorprendí caminando a las apuradas por el pasillo (el blanco, de vuelta) para ver desde la tribuna la largada del GT 2000, aquellos intergalácticos. Sola, entre miles de asientos vacíos, me paré para divisar todas las curvas a lo lejos. Sentí la sensación de placer en ver cómo mi auto elegido cumplía la vuelta en primer lugar. Tuve ganas de reír. Y quise ir al enrejado de la pista

Y allí fui.

Me asusté con la velocidad de los que pasaban demasiado cerquita del paredón (y me despeiné). Me ensordecí varias veces (sí, tenía razón mi amiga) y me desafié en sacar la foto en el minuto exacto (imposible). Miré mucho, tanto… Cada gesto, cada movimiento, cada morbo de los que salen corriendo para ver el accidente, cada remera manchada de grasa, cada puño en alto, cada abrazo de alegría.

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Allí fui esperando ver extremistas de la adrenalina y vi, fundamentalmente, devoción. Un entusiasmo que da un poquito de envidia.

SA-GDF

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